NARRATIVA
Mona, Mona, Mona….
Mona, Mona, Mona….Un miedo cerval la sacó de sus cavilaciones. Ya estaban allí, como todos los días. Las voces habían salido de entre la niebla y unos bultos pequeños se acercaban difusos corriendo hacia ella. Como siempre, los chicos de la calle se acercaban a ella con piedras en las manos y aire amenazador. Lloraba, daba gritos: “Ay mi madre”, “ay mi madre”, “ay mi madre”, “piedras no”, “piedras no”….decía.
Se oyó el chirrido de un cerrojo, y una mujer apareció sobre el quicio de su puerta. La mujer regañó a los que la amenazaban y los chicos avergonzados desaparecieron corriendo calle abajo.
No llores, no te asustes, si no te tiran piedras, tranquilízate, no les hagas caso. ¿Llevas ahí el puchero de las sobras? Preguntó la mujer. Entre sollozos, la anciana que asustaban los chicos, respondió afirmativamente mientras sacaba un desconchado pucherillo de porcelana que llevaba escondido debajo del mandil. La mujer cogió el puchero, pasó a su casa y, al poco rato salió otra vez a la puerta con el puchero. “Toma, son habichuelas, cenamos anoche y han sobrado estas pocas”. “Llévatelas a tu casa, no sea que las vayas a verter. No se las des a tus sobrinos, cómetelas tú y no llores más”.
“Como soy una pobrecica tonta y no tengo padre ni madre… por eso me tiran piedras”. “Dios te lo pague”. Y la anciana con sus habichuelas en el puchero y dos trozos de pan que ya le habían dado antes, vio resuelta la comida de aquel día.
La mujer cerró su puerta, y la Eustaquia la pobre, que así se llamaba la anciana, que vivía de la caridad, más tranquila se dirigió a su casa. Instintivamente miraba las esquinas, pensaba que los chicos que ya la habían asustado, podrían aparecer en cualquier momento. Se cruzó con algunos de los chicos que iban a la escuela, y la tranquilizó el que éstos no le dijeran nada. Al pasar por la puerta de la posada, tres labradores salían acompañados por un hombre que llevaba un saco negro. Uno de ellos le dijo:” Bien has escapao esta mañana, bien te vas a poner…”. Esta frase le hizo alegrarse, se sintió contenta. Llevaba su puchero de habichuelas y dos trozos de pan en el mandil.
La verdad, era que casi siempre tenía para comer. Lo malo eran los chicos, los sustos que le daban. Si no fuera por eso, con las sobras y un pedazo de pan, comía ella. Y las cenas, una sardina de cuba, unas zanahorias, unas patatas asadas, alguna vez, hasta una onza de chocolate, o un trozo de tocino.
Pero los chicos…cuántos sustos le hacían pasar. Cuántas veces se tenía que guarecer en el quicio de una puerta llorando y dando gritos hasta que se iban. Cuántas veces la amenazaban con una vara o con piedras. Mona, Mona! le decían y tiraban piedras al suelo cerca de donde ella estaba. Clamaba, lloraba…piedras no! decía, pero nadie le hacía caso. Se lo decía a los serenos, a las madres… se lo voy a decir a los civiles, les decía a los chicos, pero como si nada. Y cuando se iban los chicos se sentaba en la puerta llorando, entrelazando y apretando sus sarmentosos y descarnados dedos, limpiándose los ojos con los picos del pañuelo de la cabeza.
A veces, salía la dueña de la casa y la echaba a cajas destempladas: “Anda, da la tabarra en otra puerta”, le decía. Y la Eustaquia la pobre, que no tenía padre ni madre, que era tonta y vivía de la caridad pública, tenía que salir, tenía que dejar de molestar, tenía que seguir rodando y rodando, dando tumbos, a encontrarse otra vez con los chicos que la asustaban con piedras o con las varas de los mochos, o con las manillas de los aros, o con los tiradores. Y luego, a pedir, había que pedir: “Una limosna, que soy la Eustaquia la pobre”, y a lo mejor un “perdona por Dios, que estuviste aquí ayer” era la respuesta, o “vuelve el jueves, que los jueves damos limosna, que si no, no podemos hacer otra cosas que abrir la puerta”.
Los pobres tienen que llegar a tiempo, tienen que llegar en buena ocasión, tienen que llegar antes, porque a todos no se les podía dar. Y la Eustaquia la pobre, que no tenía padre ni madre, que era una pobrecita tonta, llegaba tarde o estuvo aquí ayer, o no llegaba el jueves a las casas donde daban limosna los jueves, o no llegaba los domingos, a las casas que daban limosna los domingos. Y rodaba y rodaba de puerta en puerta, cosechando “Perdona por Dios” y molestando, siempre molestando.
Y alguien, alguna vez, para que no molestara, por no sentirla, porque allí iba a estar mejor, porque allí le iban a dar de comer, porque allí iba a estar más atendida se encargó de buscarle otro alojamiento para que se la llevaran. Y algún alcalde, o persona influyente, hizo gestiones, y pocos días después, en un coche y sin que ella quisiera, sin querer abandonar su casilla de la calle Sierra, llorando la montaron y se la llevaron porque allí iba a estar mejor.
Pocos días después de que esto sucediera, me enteré que se la habían llevado y nunca más volví a saber nada de la Eustaquia. Nunca supe si este cambio fue bueno o malo para ella. No sé si se adaptó o no a vivir en la otra residencia. No sé si desde allí añorara sus trozos de pan, su puchero con las sobras, su casilla de la calle Sierra… esas pequeñas cosas que nos rodean y que sólo nos damos cuenta de su valor cuando las perdemos. Y entonces, sí que las echamos en falta.
Hace muchos años, más de cuarenta, que se la llevaron. Debía tener alrededor de setenta, y aunque no he sabido nada de su muerte, pienso que ha de llevar muchos años enterrada. Pero cuando paso por su humilde casilla de la calle Sierra, guardo un sentido recuerdo de aquella mujer que vivió allí de la caridad pública, que los chicos la asustaban con piedras y palos y le decían Mona. Y como ella decía no tenía padre, ni madre y era una pobrecica tonta.
MI CABALLO.
“A MI HIJA MARI CARMEN, QUE TANTO SINTIÓ SU MUERTE Y QUE TANTO ME AYUDA A ESCRIBIR.”
Mi caballo era el caballo blanco de mi padre. Me lo dio apenas lo trajo del picadero.
Cuando llegó a casa yo tenía trece años.
Me gustaba oír sus cascos en el adoquinado cuando se acercaba a mi ventana, verlo blanco y grande, con sus limpias y blancas crines, su elevada cabeza, sus grandes ojos, obediente siempre a cualquier indicación que mi padre le hiciera. Para mí, era la imagen más hermosa que pudiera soñar.
Lo recuerdo en la cuadra, comiendo en el pesebre mientras yo miraba sus crines, su larga cola, su hermosa grupa. En la calle, en la carretera, cuando los coches se paraban para verlo pasar, cuando después de una larga caminata mi padre lo limpiaba con agua y jabón hasta que lo dejaba blanco y limpio.
Un día fuimos a verlo, lo encontramos triste, buscamos al veterinario que le diagnosticó un cólico y le puso unas inyecciones. Pensamos que con eso mejoraría, pero la muerte estaba llamando a su ventana.
A la hora de cenar mi padre tardó más de lo habitual en llegar, nos dio la noticia: el caballo acababa de morir.
Fuimos con él toda la familia a darle el último adiós. Estaba tumbado en el porche, con el belfo caído, enseñando sus blancos dientes, con sus grandes ojos abiertos. Todos sufrimos una gran impresión. La tristeza nos invadió a todos y esas lágrimas que fluyen solas sin ninguna palabra, sin ningún gemido, fueron apareciendo en los ojos de todos.
Le estuvimos mirando largo rato, le hicimos la última caricia y le dimos el último adiós. Pronto se supo en el pueblo la muerte del caballo. Buscaron a mi padre, para que les diera sus crines, querían hacer con ellas pelucas para los armaos en Semana Santa. Lamento mucho decir no, contestó mi padre. No quiero mutilarlo, aunque esté muerto. Y les recordó un poema musicalizado del poeta y cantautor argentino Atahualpa Yupanqui en el que evoca la muerte de su caballo y que dice textualmente:
“Si como dice el poeta
hay cielos “pa” el buen caballo,
allí estará mi pingo,
galopando… galopando…”
No quiero que nada le falte, quiero que, igual que el de Atahualpa, galope con sus crines tendidas al viento, entre las nubes.
A la mañana siguiente quise ir con mi padre a enterrar al caballo y aunque en mi casa pusieron algunas objeciones, mi padre me llevó. Cuando llegó el tractor con el caballo muerto, ya estaba abierta su tumba. Con sumo cuidado lo dejó caer la pala y poco a poco lo fue cubriendo la tierra, y otra vez, como la noche anterior, fueron apareciendo las lágrimas en las mejillas de los que allí estábamos mientras que una fría neblina de agua y nieve nos envolvía a todos.
Sobre la tumba del caballo sembramos un sauce, para que éste nos evocara el recuerdo de aquel caballo que, con tanto dolor le dimos tierra, aquella fría mañana de febrero de hace tantos años.
Don Alonso despertó sobresaltado. Todavía no entraba luz por la ventana. Dio media vuelta e intentó dormirse. Estaba cansado, ya había despertado antes. No sé qué me pasa, pensó: estos sobresaltos no deben ser nada buenos. Supongo que será soñando. El caso es que no recuerdo nada de los sueños. El maullido de un gato, se oyó en la escalera, emitió un sonoro ¡zape! al tiempo que se le erizaba el cabello y todo volvió a quedar en silencio. Intentó dormirse otra vez. Se removió dos o tres veces más hacia uno y otro lado, vaya, me he desvelado, ¿qué hora será?, tal vez Sancho esté al llegar. Le dije que me llamara, el tractor lo tiene aquí, aunque a lo mejor se le olvida. Decidido estaba a encender la luz, para mirar la hora, cuando oyó las cuatro en el reloj del comedor. Nada, no se podía dormir. Dobló la almohada, se incorporó un poco y boca arriba, apoyando la cabeza, sobre las palmas de las manos, se dispuso a esperar. Sintió sed. Recordó que aquella noche no se había pasado el vaso de agua a la mesita. Se había acostado temprano, más temprano de lo que habitualmente acostumbraba. Había discutido acaloradamente con el Bachiller, que “siempre está exponiendo ideas en las que no cree ni él, pero en su afán de contrariarme …”. Siempre ha sido así, se obstina en tirar al suelo las ideas sobre las que hemos asentado nuestra moral y nuestras costumbres, y hay veces que hace daño, ¡puñeta!. Claro que si hubiera pensado que en verdad estaba loco, no lo hubiera dicho. Y esto lo tranquilizó un poco. Sintió la sed con más fuerza; no se dormiría si no iba a buscar agua. “En esto sí lleva razón el Bachiller, bebemos demasiado, y el cuerpo se resiente, los años se notan”. Encendió la luz. En la mesita estaba el último número de la gaceta rural, “con el artículo del Conde de Montarco, como diría el Bachiller.” Perezosamente se puso los pantalones, y descalzo, salió al comedor. Tropezó con un sillón que alguien había dejado fuera de su sitio. Un fuerte dolor le hizo dar una sonora exclamación. Repuesto del tropiezo, andando despacio y con sumo cuidado, para no incidir en lo mismo, llegó al pasillo, y encendió la luz. Un gato cruzó asustado y desapareció por la gatera de la puerta del corral, el del maullido, pensó. Al salir al patio vio las pilastras mojadas, habían caído unas gotas, pero ya se veían las estrellas. “Cosa de poco ha sido”, pensó. Cruzó delante de la habitación de la sobrina y observó: ¡qué tranquila descansa! ajena a estos problemas ¡dichosa juventud!. El botijo lo encontró vacío. ¡Como siempre, beben y no se acuerdan de llenarlo. Qué bonito es hallar todo resuelto, ¡aunque sea el agua del botijo!. Con cierta irritación encendió la luz del sótano, bajó las escaleras, contempló los jamones colgados en los techos, los quesos hilerados en las repisas, las zafras del aceite, la cantarera con los cántaros vacíos, las ollas de barro para guardar la miel y la matanza, los dornillos, el cajón de los periódicos con los ABC y los Blanco y Negro de antes de la guerra. Despacio y con sumo cuidado, para no verterla, fue echando el agua, hasta que, de pronto, la sintió caer sobre sus pies descalzos, el botijo se había llenado antes de lo previsto. No estaría mal que agarrara un buen constipado. Se dispuso a beber, bebió mientras pudo aguantar la respiración, volvió a llenar y despacio, se encaminó a su dormitorio. Pero el sueño, como tantas veces, se había ido definitivamente, y la imagen delicada, sensata, honesta y compresiva de Dulcinea, vino a llenar el vacío de esas largas horas que preceden al amanecer.
UN HIDALGO, EN CUALQUIER PARTE DON ALONSO
A Inocente Ciudad Villalón, Amigo.
PRESENTACIÓN DE LA OBRA DE RABINDRANATH TAGORE “EL CARTERO DEL REY”, con los Alumnos De 2º De E.G.B., en el Grupo Escolar Maestro Navas, (Junio De 1986)
Iniciamos esta nueva andadura, con la intención de presentar un teatro que hasta ahora no había sido representado en esta sala.
Tratamos con esto de abrir una puerta a otras zonas de la creación literaria, que creo, merecen un hueco dentro de la actividad cultural de esta escuela.
Hemos escogido una obra poética importante dentro del teatro universal. Y siendo una obra que va a ser representada por niños, pensé que no encontraría nada mejor, que la obra de un poeta, que al escribir, nos presenta sus vivencias contempladas de la altura misma de un niño. Por otro lado, trato de resaltar aquí un hecho importante en sí; los niños tienen un mundo con unas posibilidades enormes de que sus potencias se actualicen en actos bellos y nobles.
El mundo de los niños, es más bello, y mejor que el mundo de los mayores. Nosotros padres y maestros, hemos de tratar de actualizarlo, mejor dicho, de abrirles caminos, para que ellos encuentren en el bien y la belleza, los ideales supremos, sobre los que asentar su individualidad, a su paso por este mundo, extraño, incompresible, duro, y a veces amargo que es la vida.
“El Cartero del Rey”, la obra que vamos a representar dentro de unos momentos, nos presenta unos hechos posibles, el drama gira entorno a una vida. Una vida joven, que está llegando a su fin.
Amal es el personaje, entorno al cual se desarrolla el drama. Es un muchacho hindú, que como nos dice su padre adoptivo, perdió a su madre cuando era pequeño, hace poco perdió a su padre y ahora, llamando está la muerte a su ventana.
Los personajes, que poco a poco van acercándose a su ventana, a través de la cual, Amal, entabla relación con ellos, se sienten atraídos por esa visión poética que él tiene de la vida, de esa vida, que él mira y observa, a través de su ventana abierta.
Estos jóvenes atraídos por esa especial sensibilidad de Amal, que quiere ser cartero del Rey para ir repartiendo cartas de puerta en puerta, hace que estos se vayan quedando entorno a él inmersos en el drama.
La acción se desarrolla en un pueblo de la India, un pueblo al lado del camino, con su arroyo, sus colinas, sus viejos árboles. Un pueblo como tantos otros pueblos del globo.
Y también con unos personajes, que podríamos encontrar en cualquier otra parte, en cualquier otro pueblo de la tierra.
A lo mejor, puede que estén pasando a nuestro lado, en nuestro pueblo y ni siquiera nos demos cuenta…
Pero creo que tal vez sea mejor que os presente uno a uno, a estos personajes:
MAGDAD: Magdad, es el padre adoptivo de Amal, que como dice el cabecilla ha hecho una fortunita. No tenía hijos, su mujer quería adoptar uno. Adoptó a Amal, y como él mismo nos dice: su corazón se ha llenado de su presencia, y su casa ya no será la misma cuando él la deje.
EL MEDICO: El médico va a visitar a Amal, se ocupa de que este no salga de la habitación bajo ningún concepto. Aplica con extrema rigurosidad lo que ha aprendido en los libros, y muestra un cuidado especial en que a Amal, no le llegue el viento ni el sol del otoño.
EL VIEJO: el viejo, es un personaje entrañable. El mismo le dice a Amal, que ha ido muchas veces a pedirle limosna al rey. Muestra gran aversión al cabecilla y en el último acto se disfrazará de faquir para contarle a Amal, historias extraordinarias.
AMAL: Amal ocupa el centro de la obra, tiene unas ganas locas de abandonar la habitación pero el médico no le deja salir. Le encanta hablar con desconocidos, por eso está asomado siempre a la ventana. Quiere ser cartero del Rey cuando sea mayor, para repartir cartas de puerta en puerta y aguarda la llegada de una carta del Rey.
Mª Ángeles interpreta al Lechero, que vende quesos, con su balancín al hombro por los pueblos de la comarca, y que hace ponerse nostálgico a Amal, cuando oye su pregón al asomar por el recodo del camino.
El Guarda: toca el gong para recordar a la gente que el tiempo no espera, descubre a Amal la nueva oficina de correos, y hace que este se sienta esperanzado en recibir una carta del Rey.
EL CABECILLA: el guarda dice de él, que es un matón y un entrometido y que sabe mil maneras de ser desagradable para que la gente le tema. Pero al final, él será quién le lleve a Amal la carta del Rey.
SADA: Sada es el único personaje femenino de la obra, coge flores para venderlas. La de gardenias que tiene que tejer todos los días, por eso dice Amal, que sus ajorcas tintinean tan alegres.
Tiene que irse, porque si no, volverá con el cesto vacío. Cuando vuelva protagonizará junto con Amal y el médico real, la última más bella y estremecedora escena de la obra.
Los chicos son a los que Amal entregará sus juguetes porque él ya no puede jugar con ellos y se están llenando de polvo. Son esos chicos que se pasan en la calle todo el día jugando. Son esos niños pobres que carecen de todo y juegan sin juguetes. Son los chicos que se encargan de llevar a un cartero real para que conozca a Amal. Y estos serán quienes tienen que llevar la carta del Rey cuando llegue.
EL HERALDO REAL: anuncia a Amal la visita del Rey precedido por el Médico Real, y ordena que se le prepare una torta de arroz, porque el Rey está harto de los manjares de Palacio.
Y por último EL MEDICO REAL, es el médico más importante del que habla el Guarda, que sacará a Amal de su siempre cerrada habitación, es el que abre las ventanas y apaga la lámpara para que a Amal, sólo le entre la luz de las estrellas.
Nosotros vamos a abrir estas cortinas y dejaremos otra ventana abierta, para que a través de ella podáis llegar a compartir con los personajes que se acercan por la ventana del fondo, el duro pero hermoso drama que se va a vivir dentro de esta habitación.
Si logramos esto, me comprometo a decirles a los chicos de mi escuela, que valía la pena el esfuerzo realizado. Y sé que ellos, se sentirán pagados con la más valiosa de las monedas que un niño pueda recibir, sentirán la alegría de verse comprendidos.
TRISTEZA DE LAS DESPEDIDAS.
PALABRAS PRONUNCIADAS EN LA DESPEDIDA DE UNA COMPAÑERA.
Quiero empezar con unas sencillas palabras, que sirvan para dar constancia de nuestros sentimientos en estos siempre tristes momentos de las despedidas. Las despedidas son siempre tristes, son algo a lo que estamos acostumbrados, algo que hacemos con frecuencia, pero que tantas veces como se repiten sentimos el vacío, el desasosiego que toda pérdida conlleva. Cuesta la despedida de los alumnos, cuesta la despedida de un centro, la despedida de los compañeros, la despedida de un pueblo.
Y como toda mutilación, duele. Algo menos nos queda. El dolor es parte integrante de la persona. Dicen que hasta los reclusos sienten el abandonar la cárcel; lo que sería duro y lamentable es que una despedida no fuese acompañada de esa nostalgia, de ese dolor, que toda pérdida conlleva. ¿Si no dolieran las despedidas, si cuando nos vamos no nos lleváramos nada, si no nos dejáramos nada?
Guardo un recuerdo entrañable de los compañeros, de los alumnos, de los pueblos en los que he tenido que enseñar. Pienso que este sentimiento es común a todos a los que de una u otra forma nos ha tocado ejercer esta profesión.
Sé que ahora tendrás un sentimiento parecido al que sentí cuando vine de tu pueblo al mío. Sientes el deseo de acercarte a tu casa, pero, a la vez, se añoran los buenos días perdidos. Pronto te acomodarás a tu nuevo destino y poco a poco, te irás distanciando.
Cuando llegue el otoño y empiece el nuevo curso, alguien observará desde cualquier morra, desde cualquier huerta: “ya no se ve pasar el coche de la maestra, se habrá ido a otro pueblo”. Y poco a poco los días nos irán distanciando. Hasta los nombres se olvidan. El pasado, duerme en los pliegues más profundos de nuestro cerebro y espera que una fortuita circunstancia lo reviva.
En el primer libro de poemas que publicó Antonio Machado, (Soledades) hay un poema,” El viajero”, en el que narra la vuelta de un indiano a su tierra. El viajero está en la sala de la casa como “ensimismado”, imágenes olvidadas, perdidas, van llegando a él. El poeta observa y dice:
¿Recordará la juventud perdida?
Lejos quedó la vieja loba muerta.
Estas imágenes que de aquí conserves y que poco a poco se irán diluyendo en el tiempo, encontrarán la fortuita circunstancia que les haga salir de su letargo, y algún día sin esperarlo, alguien de quien a lo mejor no recuerdas su cara ni su nombre, en el lugar más inesperado, traerá a tu memoria el recuerdo perdido de días y hechos pasados en aquel pueblo, donde estuviste ejerciendo hace ya tantos años.
Voy a terminar, y lo voy a hacer con el deseo, de que los buenos recuerdos, que de aquí te lleves, sean lo suficientemente fuertes para anular el dolor, que te haya podido producir en tu diario quehacer, el roce con las zarzas del camino.
LA LOCA A la loca no la dejaban salir. Desde que murió su madre, apenas la habían visto. Andaba por la casa paseando sus estancias, con la mirada perdida. Cuando alguien preguntaba por ella decían siempre: no quiere ver a nadie, huye de la gente, apenas ha visto a nadie desde la muerte de su madre. Ya no es la que era. Su hermano el mayor viene todos los días, es el que le trae la comida, como se tiene que ir al campo, viene temprano y por la tarde al anochecer vuelve con la comida, la ropa y lo que necesite…está poco tiempo, y las cuñadas nunca… los otros hermanos vienen poco, alguna vez se ven, las visitas son pocas, se pueden contar con los dedos de las manos,… dice la familia: estas cargas no son para nadie, el Estado tiene que hacerse cargo de ellas, nosotras bastante tenemos con lo nuestro. Los vecinos la oyen hablar sola, dar voces, golpear los muebles, a veces quejarse o llorar desconsoladamente durante largas horas, nunca le dejan lumbre, por si se quema, dicen… Cuando preguntan por qué está así, la gente calla, otros dicen que tuvo ataques de Alferecía hace mucho tiempo y algo le debió quedar. Otros dicen que tuvo un novio de muchacha y que éste, al enterarse de la enfermedad que había tenido, se la dejó, y aquello fue lo que la trastornó para siempre. Desde que murió su madre (su padre había muerto bastantes años antes) vive sola y sólo se ve venir a su hermano todos los días a traerle las cosas que necesita. De estas personas no se acuerda nadie, todos se evaden, ni familia ni amigos, nadie... Molestan y nadie se acuerda de ellas. Cuando su madre vivía, salía con ella a comprar a la plaza, a la Iglesia, a dar un paseo, su madre nunca quiso que la internasen en ningún sitio, decía que su hija con quien mejor estaba era con ella, y eso sí que era verdad, los padres son quienes mejor cuidan a sus hijos y en estos casos, mucho más. Ya hace tiempo que está sola, y los padres no van a volver. No sale, nadie la ve, su vida debe de ser muy triste, a la mañana le sigue la tarde y a la tarde la noche, a un día le sigue otro día, y a un mes otro mes. Tendrá miedo, frío, necesidad de comunicarse. A una persona no se la puede tener así. Los centros, con sus limitaciones, (que todos los centros las tienen) algo tendrán que hacer. Allí hay médicos, cuidadores, comidas a tiempo, podrá comunicarse con los demás internos, hacer alguna amistad y, sobre todo, no verse sola, abandonada, porque eso tiene que ser ahora su mayor dolor. Tal vez allí encuentre lo que aquí no tuvo. La vida es muy dura para los que no tienen nada y mucho más para los que tienen menos que nada, para los que sólo tienen sus limitaciones. Así no puede estar esta mujer, y alguien tendrá que buscarle un sitio donde estar y el Estado tiene la obligación de proporcionárselo. No nos damos cuenta del daño que hacemos con estarnos quietos, con no hacer nada, con callar, con pasar desapercibidos, como si no nos diéramos cuenta de las tragedias ajenas, y con nuestra actitud les hacemos perder todas las esperanzas. A la loca hace muchos que no se la oye, no sabemos si viva o si haya muerto, si queda alguien que la recuerde o si está ya archivada en el olvido. Si su recuerdo crea remordimiento, si nadie quiera recordarla o si recordarla nos trae cierta melancolía. A veces, repasando entre los pliegues de mi memoria, vienen a mis recuerdos, hechos como éste, que me inquietan y me hacen pensar más en lo que no hicimos y si con lo que hicimos nos quedamos cortos o si lo que se hizo fue lo mejor y otra alternativa hubiera sido menos acertada.
MORA. LA MULA DE LA GRANJA
La llevó Diego el gitano. Fue el día de Año Nuevo de no sé qué año. Cuando llegué a la Granja, vi a la mula atada en la alfalfa, comiendo con toda naturalidad, como si hubiera estado allí toda su vida. La ha traído Diego el gitano, me dijo Josillo, el granjero, me la ha dado y me ha dicho, ponla donde coma, que Don Valentín me dé lo que quiera.
Pronto se acostumbró a estar en la Granja. En realidad poco era el trabajo que en la Granja había para ella, bajar al pueblo para traer algo de la huerta, traer alguna cosa para arreglar a la fragua o a la carpintería, retirar algún mueble inservible de casa. Su trabajo era traer o llevar algo en el remolque en contadas ocasiones. Pero gustaba verla andar con sus largos y acompasados pasos, subiendo la cuesta de la Granja, comiendo en la alfalfa, verla a la sombra de los álamos en el verano. La mula era más que una necesidad, una figura decorativa, como lo es un cuadro o un espejo grande en el salón de una casa.
Pronto se le notó que su comida había cambiado, empezó a engordar, a brillarle el pelo, hasta parecía más grande. Todos nos fuimos acostumbrando a su presencia y si algún día, al llegar a la Granja, no la veíamos, enseguida preguntábamos por ella. ¿Donde está la mula, Josillo? La he puesto detrás de las naves, para que se coma la hierba fresca que allí hay, respondía, o la he atado en el arroyo, que tiene sombra y hierba fresca.
Con la llegada de la primavera, cuando los días se iban haciendo más grandes y el tiempo mejoraba. Llegaba Eufemio, el esquilador, que la despojaba de sus largos pelos del invierno y la dejaba limpia y arreglada.
Pasaban los meses, las estaciones, al frío le seguía el calor y al calor otra vez el frío, sin darnos cuenta iban pasando los años. Ni siquiera sabíamos los años que la mula tenía y poco a poco se iba haciendo vieja.
Aquel verano comía menos y su pelo negro dejó de brillarle. La mula se estaba quedando más flaca, se le fue poniendo el pelo más largo y la cara más triste; no pasa del invierno, decía Josillo, para levantarla le tengo que ayudar.
Un día para levantarla necesitó más gente. Vino a verla Inocente el veterinario amigo, que le diagnosticó su enfermedad; son los años nos dijo, no mastica lo que come y no lo digiere, por eso ha dejado de comer. Le pusimos cebada molida en el pesebre, no la probó. Sólo nos faltaba esperar la llegada de la muerte.
Por la tarde la cambiamos de cuadra para sacarla mejor cuando muriera, bebió agua, comer no quiso. Aquella tarde, nos vinimos con el peor de los augurios, nada podíamos hacer. Cerré la puerta pensando que no la volvería a ver viva. Había pensado enterrarla en la Granja como al caballo. Inocente dijo: ¿por qué no la llevamos al “Collao del Aire”? Allí llevamos al Borrico Blanco, con el que compartimos tantos días de caza, y que había muerto el año anterior. A todos nos pareció bien y con esa decisión nos fuimos todos a cenar. En mi casa después de cenar la tristeza nos invadió a todos, una de mis hijas propuso que igual que al caballo fuéramos a darle el último adiós.
La encontramos despierta. Nos acercamos a ella, le acariciamos la cara, las orejas, la frente, los cuencos de los ojos, poco a poco todos fuimos saliendo de la cuadra, antes de salir me volví a mirarla por última vez, moví la mano en señal de despedida, y ella movió su cabeza con sus grandes orejas para darme también su último adiós.
Aquel adiós nos emocionó a todos y las lágrimas se extendieron por los ojos de toda la familia. Ya no volvimos a verla nunca viva.
A la mañana siguiente fui pronto a la Granja. Josillo me dijo: está muerta. Necesitamos más gente para subirla al remolque. Pasé a verla, todavía estaba caliente debía de hacer poco tiempo que había muerto.
Volví con Inocente y sus sobrinos para que nos ayudaran a sacarla y a echarla en el remolque. La pusimos sobre la pala y esta la subió al remolque. Inocente vino en el coche conmigo a llevarla; teníamos que decirle al del tractor dónde la tenía que dejar. Emprendimos el viaje al “Collao del Aire”. Los hortelanos estaban recogiendo sus huertas, hacía una mañana fría y las hortalizas se veían negras de la helada, cortaban las tornasoles, las habichuelas, los tomates y los pimientos para madurar en la cámara. Pensé todo llega a su fin.
Al llegar al Saltillo nos dirigimos hacía el “Collao del Aire”, algún conejo cruzaba el camino asustado por el ruido del coche, un bando de perdices cruzó sobre nosotros. Las encinas, los enebros, las jaras estaban cubiertas por la escarcha, continuamos pista adelante hasta llegar al “Collao del Aire”. Nos bajamos del coche, allí estaban los huesos del Borrico Blanco cubiertos por la escarcha. Esperamos un rato la llegada del tractor que traía la mula. No le hemos podido dar un sitio mejor, apuntó Inocente, Es el más hermoso lugar que hubiera podido soñar.
Llegó el tractor, basculó el remolque y cayó la mula en un silencio sobrecogedor; recordé los versos de un poema de Machado, en el entierro de un amigo, cuando dice: Un golpe de un ataúd en tierra, es algo perfectamente serio.
Durante un buen rato continuamos allí, las esquilas de un ganado se oían en la lejanía, los tractores arando en las arenas preparaban la tierra para la siembra y desde lo alto de los “Alcantarillos” veíamos deambular los coches y camiones por la carretera, había desaparecido la escarcha y hacía un buen día de otoño. Continuamos andando un rato más entre jaras y encinas, comentando lo cerca que está la vida de la muerte, el paso del tiempo, la tristeza de las despedidas, lo que cuesta decir adiós a los seres con quien hemos convivido.
Poco a poco nos fuimos acercando al coche. Sin decirnos nada subimos en él, e iniciamos el viaje de regreso, apenas hablamos en el camino. Al llegar al pueblo, aparcamos el coche en la calle del Santo al tiempo que los chicos salían de la escuela. Inocente volvió a incidir en lo cerca que está la vida de la muerte, asentí con la cabeza. Abrí la puerta del bar y pasamos a tomar una cerveza, nos integramos en los quehaceres de la vida y dejamos a la mula aparcada en el recuerdo.
UN MENDIGO. EUSEBIO.
Vivía en una casilla de la calle Concejo, detrás de la Ermita, de la caridad pública. Todas las mañanas salía de su casa a pedir. “Una limosna por caridad”… decía llamando de puerta en puerta.
Era bajito, con ojos azules y redondos, viudo, su mujer había muerto antes de que yo lo conociera. Igual que tenía que pedir para comer, lo tenía que hacer para vestirse. Vestía con la ropa usada que le daban. Fumaba con las colillas de tabaco que encontraba en el suelo. Se calentaba con las gavillas que le daban y con la leña seca que él traía a sus espaldas, cuando el tiempo le dejaba acercarse por el camino de la Piedra hasta la Muela, donde con una cuerda hacía su haz de leña seca y con él cargado, volvía al pueblo, cuando las sombras de los cerros empezaban a crecer. Guardo en mi memoria la imagen de aquel hombre descansando, parado en una de las piedras que hay junto a las zarzas.
En la hora en que los chicos subíamos, cuando salíamos de la escuela, hasta la Piedra la Muela incluso hasta el Cerro de la Plaza, solíamos cruzarnos con él, que se paraba y hablaba con nosotros, de nuestros proyectos, nos preguntaba adónde íbamos, por nuestras aficiones. nuestros gustos. Nos trataba como amigos, nos decía adiós si se encontraba con nosotros en la calle, era atento cariñoso y bueno.
Con la ropa holgada siempre, a veces tenía que darle una vuelta a las mangas de la chaqueta para que no le tapara las manos, o a los pantalones para que no se mancharan de barro; éstos se los ceñía con una tomiza. No podía acercarse a un zapatero a que le hicieran una correa, con lo caro que estaba el material, ni podría comprarse nunca unos zapatos; por eso, los zapatos que llevaba siempre le estaban grandes.
El dinero que sacaba lo necesitaba para comer. Cuando podía, compraba una peseta de sardinas de cuba, un cuartillo de vino, dos pesetas de bacalao, cuarto de kilo de harina de pitos, y con esto tenía para cenar tres o cuatro noches, y cenaba caliente, o un par de cuartillos de suero, lo que con cualquier mendrugo de pan duro que tuviera le salvaban la cena.
En algunas casas siempre le daban pan como limosna y esto le hacía sentir cierta tranquilidad, “que el pan no me falte…” se decía a sí mismo. Con la ropa le pasaba igual, él sabía que ropa nueva no se iba a poder comprar nunca, y aunque no era muy mañoso, sabía coserse un botón, un enganche que se hiciera en la ropa. Sabía que para él, nunca la ropa nueva estaría a su alcance, pero la ropa tampoco le faltaba, siempre encontraba alguien que le daba una chaqueta, unos pantalones, camisas, ropa interior, antes que terminara la que tenía en uso ya tenía otra para ponerse.
Con el jabón le pasaba lo mismo, siempre había quien le diera un trozo antes de terminar el anterior. Cuando en su diario quehacer iba por la calle, alguien encontraba que le decía: “espera Eusebio, que ayer hice jabón y te voy a sacar un trozo, no pierdas la costumbre que tienes de ir siempre limpio, como vas ahora”. Si, con este trozo tengo para mucho tiempo, el jabón que se hace en las casas es muy bueno y dura mucho. “Dios te lo pague” decía, y seguía con su diario quehacer.
Vivía con cierta tranquilidad aunque tuviera que salir todas las mañanas a pedir el pan la comida, la ropa, el jabón, la lumbre y lo único que buscaba era no perder lo que tenía, unos trozos de leña ardiendo en la cocina, la cama con las sábanas y las mantas para el invierno, y unas veces una cosa y otras veces otra, hambre no pasaba. Eran años difíciles y otros muchos andaban peor que él.
Se acostaba temprano, una vez que cenaba se decía: “aquí no hago más que gastar leña”. ¿Qué hago aquí sin tener con quien hablar, sin nadie que me escuche? Mejor estoy acostado, ahorro leña y el aceite del candil, los pobres no nos podemos acostar tarde
Solía ir a las procesiones, a cumplir, a los entierros, a la plaza los domingos por la mañana. Recuerdo verlo en la calle con su gorra de visera, con una tomiza ciñéndole los pantalones, que siempre le estaban grandes, como toda la ropa que llevaba puesta. Siempre nos saludábamos al cruzarnos, aunque yo sólo tuviera siete años. Alín, mi amigo, que era muy abierto, siempre le preguntaba algo, y esto nos hacía entablar conversación. Nos gustaba hablar con él, esto nos hacía mayores, que nos dijera adiós era motivo de reconocimiento hacia nosotros y eso nos halagaba. Nos contaba lo largas que se le hacían las noches del invierno desde que se acostaba hasta que empezaba a clarear por la mañana.
¡Qué duro debe de ser oír las campanadas del reloj de la plaza, las dos… las tres … las cuatro!… Así hasta la llegada de las primeras luces, y mucho más cuando lo que tienes que mirar es lo poco que has conseguido, lo que se ha perdido en el camino y ahí sí que se le habían quedado cosas. ¡Eran tantas, y las había repasado tantas veces!.. ¡Le había dado tantas vueltas! Durante el día, con lo que tenía que hacer, apenas le daba tiempo a pensar, pero las noches eran tan largas, tenía tanto tiempo para pensar… Siempre acababa igual, repasando lo que había perdido, lo que no había encontrado a su alcance, y esto era tan largo, tan triste, que pensando en ello le llegaba el amanecer.
Había perdido a su mujer a poco de casarse, a los hijos que no nacieron. Estuvo en la guerra de la que volvió sin nada y sin nada se encontró a su vuelta, sólo le quedaba su vieja casilla, en la que siempre había vivido y eso, ¿a cuenta de cuántas privaciones había sido? ¡Cuántas veces necesitó venderla y no lo hizo!
Se quedó sin trabajo y lo duro que era salir a pedir todos los días, ir de puerta en puerta cosechando “Perdona por Dios” o “estuviste aquí ayer” o “vuelve otro día”. ¡Qué malo era no tener dinero, no poder ir en el Trenillo a Puertollano a ver a la familia, o no poder montar en la viajera para ir a Ciudad Real, o curarte las enfermedades sin medicinas y qué duras eran aquellas noches contándose a sí mismo las cosas que había perdido y las que no había logrado alcanzar!
Un atardecer las vecinas lo vieron asomarse a su puerta, lo vieron triste, anduvo unos pasos y se volvió hacia su casa, las vecinas le preguntaron ¿Qué te pasa, Eusebio? No contestó, pasó a su casa y cerró la puerta. Pensaron que no les había querido contestar, tal vez no las oyera.
Ya no lo volvieron a ver vivo. A la mañana siguiente, las vecinas volvieron a llamar, nadie contestó, nadie abrió la puerta, pensaron que no quería abrirles y otra vez al siguiente día repitieron la llamada, un silencio sepulcral las aterró a todas, avisaron al Ayuntamiento. A Eusebio hacía dos días que no lo veían, y en su puerta nadie contestaba.
Cuando abrieron la puerta de la casa, lo encontraron caído en el suelo, con los ojos abiertos, tranquilo, como si no hubiera pasado nada. Estaba muerto.
Debió morir la misma tarde que le vieron salir por última vez. Puede que hiciera la última salida pensando pedir ayuda, quizás no se atreviera a ello pensando que ya había pedido bastante, y le faltó valor para pedir su última limosna.
ALÍN MI AMIGO. UNA AMISTAD HEREDADA.
Lo conocí cuando al llegar a la escuela, nos sentaron en la misma mesa, frente a la mesa del Maestro, que era un hombre serio, y que al dirigirse a los alumnos lo hacía en un tono fuerte y poco halagador. Esto nos hizo que aquella mañana, asustados por la presencia del Maestro, no intercambiáramos palabra alguna. Nos conocíamos de habernos visto en la calle, los dos sabíamos como nos llamábamos. A nuestras familias, que eran amigas, les pareció muy bien que ambos coincidiéramos en el mismo pupitre.
Aunque aquella mañana en clase no hablamos, al salir nos fuimos juntos a nuestras casas y al volver pasó a mi casa a recogerme y juntos bajamos a la escuela.
Desde entonces no nos volvimos a separar. Cuando el tiempo estaba bueno, solíamos ir con otros compañeros, a La Piedra, La Cueva, alguna vez, hasta El Cerro De La Plaza, a no ser que en las tardes de invierno nos quedáramos en el corral de mi casa jugando con los mochos, a la tángana o haciendo chozos con las gavillas o la ramoniza del corral, y si hacía mucho frío echábamos lumbre en la cocina de los gañanes.
En la primavera, íbamos a coger nidos de tórtolas a los olivares y en los veranos nuestras principales aficiones eran ir a la era, subir a los trillos y hacer correr a las cuellas. A la hora de soltar, montarnos en ellas y corriendo, llevarlas al Pilar a que bebieran agua. Antes y después íbamos a bañarnos en la alberca de la huerta que la teníamos muy cerca. Nos bañábamos todos los días muchas veces, algunos hasta cinco o seis, porque si después de bañarnos y ya vestidos, llegaba otro que se hubiera dormido, nos volvíamos a cambiar y otra vez dentro, aunque minutos antes nos hubiéramos comido unas pocas frutas sin madurar.
Era entrañable, conocía a todo el pueblo, chicos o grandes, mujeres u hombres, con todos hablaba, si yo no conocía a alguno me decía quién era él y quién era su familia. Un día, al llegar a la escuela, uno de los chicos con quien me encontré esperando a que abrieran la puerta me dijo Alín te está buscando por allí abajo. Fui hacia donde me había dicho el chico que me buscaba, y enseguida lo vi llegar diciéndome: vente que te voy a enseñar a un chiquillo colorao, que han traído de Las Cuatro Esquinas; enseguida el chiquillo empezó a juntarse y a hablar con nosotros y con el “Colorao” hemos mantenido una buena relación a lo largo de nuestra vida.
Se parecía mucho a su padre en la cara, en el genio, en su forma de ser, en su forma de hablar y hasta en la forma de reírse. Siempre preocupado por su familia, por cualquier cosa que a ella le afectara y siempre dispuesto a hacer lo necesario por cualquiera de ellos, y eso ha sido así a lo largo de toda su vida.
Buscando entre los pliegues de mi memoria encuentro tantos recuerdos, tantas cosas que contar, que este relato se haría interminable. Fueron pasando los años y nos fuimos haciendo mayores, fuimos creciendo, dejaron de interesarnos los juegos y otras nuevas inquietudes nos fueron apareciendo. Teníamos ya otras cosas que más nos preocupaban, que más nos inquietaban. Un día le dije al cruzarnos con una chica, que pertenecía al grupo con las que habitualmente nos parábamos a hablar los días de fiesta o domingos, a la hora del paseo: ésta te trae de cabeza, le dije. Ésta igual que todas, contestó. Ni le hablas con la misma voz ni la miras con los mismos ojos, contesté. Es verdad, me dijo, para qué te voy a engañar, si no lo he hecho nunca.
Aquel año él se fue a Madrid pocos días después de haberme ido yo. Seguimos viéndonos. Los domingos nos juntábamos en mi casa y de allí, en el metro, nos íbamos al Palacio de los Deportes de Gran Vía, no porque nos gustasen los futbolines, ni el tenis de mesa, ni salir a la pista a patinar. Aquello era lugar de encuentro de chicos y chicas de nuestra edad, donde esperábamos encontrar a la chica que, en aquella época, con tanto empeño buscábamos.
Desde que era chico siempre he hablado mucho con las personas mayores, la muerte de mi padre hizo, que sus amigos se acercaran a mí, hablaran conmigo, esto hizo que yo hablara con personas mayores desde muy joven y que me sintiera mayor.
Cuando iba desde mi casa a casa de mis tías, a la huerta, a la bodega, solía encontrarme con Enrique Romero, padre de estos amigos, que siempre se quedaba un rato hablando conmigo. Me preguntaba por el caballo, a dónde iba, de dónde venía, qué hacíamos o qué pensábamos hacer. Si iba a su casa, o él iba a la mía, nos trataban como si fuéramos un familiar más. Recuerdo a mi tía Elisea, que era hermana de mi abuelo, y, por tanto, no pertenecía a la generación de nuestros padres, sino a la de nuestros abuelos, siempre nos recordaba la amistad que su abuelo Pascual había tenido con el marido de mi tía, los días de caza, ya que ambos eran muy aficionados a cazar con jaula, y a la tertulia en el casino.
Mi tía, siempre nos hablaba de su abuelo. Guardo en mi memoria la semblanza que Aureliano Aceña, gran poeta festivo, y esposo de mi tía, había hecho de Pascual Romero, abuelo de Alín. Habían nacido en el mismo pueblo, habían compartido aficiones eran casi de la misma edad y la muerte también le había llegado casi juntos. Y sí que se notaba en la semblanza que le hizo Aureliano a Pascual, que eran buenos amigos.
En Madrid seguíamos igual y aunque algunas tardes cambiáramos El Palacio de los Deportes por El Retiro no quiere decir esto, que nuestras inquietudes fueran otras, seguían siendo las mismas. Un domingo, lo estuve esperando y no llegó. Al día siguiente al atardecer vino a mi casa y me contó lo que le había pasado. Había empezado a salir con Amparo la chica, con la que años después compartió su vida. A partir de entonces nos veíamos menos pero seguíamos siendo los mismos amigos, nos veíamos cuando venía al pueblo y eran pocas las veces que en Madrid nos veíamos, la vida nos iba separando.
Recuerdo de aquella época un artículo publicado en el periódico ABC, en el que uno de sus colaboradores. Escribía a propósito de la muerte de un amigo, y decía en una reunión de amigos y conocidos de la persona que había muerto, mientras esperaban la salida de su entierro: he sido el más amigo que ha tenido, hacía veinte años que no lo veía, y otro señor allí presente dijo: era yo más amigo, hacía cuarenta años que no lo había visto. Y eso mismo pensaba yo, nos veíamos tan pocas veces.
Tenía él la idea de venirse a vivir al pueblo cuando muriese su suegra, me lo había dicho en varias ocasiones y su hermano Enrique también. Ellos tenían aquí una buena casa en la calle Real, cómoda y bien acondicionada. Él no pensaba venirse mientras su suegra viviera, tenía ya noventa y cuatro años, siempre había vivido con ellos y aunque sus hijos ya vivían independientes no pensaba dejarla sola.
El día de su muerte, me dijo Alejandra: han dicho que se ha muerto Alín, habrá sido alguna de sus hermanas, dijo. No, contesté, ha sido él, su hermano Enrique, que había estado aquí, veinte días antes, me había dicho, que lo veía más flojo, y esto me hizo pensar que la muerte se había adelantado a sus ilusiones. Alejandra salió a preguntar otra vez y en la calle le confirmaron lo que ya le habían dicho antes, había muerto Alín y el entierro iba a ser mañana a las once.
Ese día fue para evocar recuerdos, tantos hechos llegaban a mi memoria, habíamos compartido tantas cosas, desde que nos encontramos en la escuela un quince de Septiembre de hace ya tantos años. Nunca discutimos, nunca dejamos de hablarnos, aunque fuera sólo por unas horas. En cierta ocasión, un día, al llegar a la escuela me dijo: ya no me hablo con mi hermano, discutimos anoche y ya no nos hablamos. Le pregunté por qué había sido, nada contestó, no quise incidir más, y cuando salíamos de clase a la una, vio a su hermano, que iba por la acera de enfrente, y se quedaba parado, hablando con otros muchachos: Enrique, no te quedes ahí, que tenemos que comer, dijo. Si no te hablas con él, cómo es que lo llamas, le dije. Es mi hermano, contestó.
Comprendí la respuesta y seguimos hablando sin incidir en aquello. Pensé entonces, que Aurelio no quería prolongar la enemistad con su hermano Enrique, decisión ésta que me pareció acertada. Con el paso de los años, viendo lo unida que estaba esta familia he recordado y valorado aquel acto, cuyo recuerdo mantuve siempre archivado mi memoria.
El día del entierro, al llegar a la iglesia, con las personas que esperaban la llegada, estaba su hermana Enriqueta y dos de sus hijos, abracé a su familia y juntos esperamos que el féretro llegara. Minutos después llegaba la funeraria en la que venía Aurelio, con su hermano Enrique y su hijo mayor. Al bajarse, Enrique se dirigió a mí diciéndome: ya te traigo a tu amigo. Nos fundimos en un fuerte abrazo y las lágrimas bañaron nuestras mejillas. Las despedidas, los adioses son siempre tristes. En la iglesia se las atribuyen a decisiones de Dios, yo no me atrevo a echarle a nadie la culpa, y no pienso que Dios haga todo lo que en la Iglesia le atribuyen. Sé que la vida es así, que la tristeza va unida a la vida, que los recuerdos tristes son parte integrante de mi yo, y que mientras las células de mi cerebro se muevan organizadas, seguiré evocando emocionado los recuerdos tristes de los frutos amargos, que a lo largo de la vida me ha tocado recolectar.
De la iglesia nos dirigimos al cementerio, era una mañana fría de noviembre. Cuando llegamos ya estaba abierto el panteón familiar donde iba a ser enterrado. Los asistentes rodeamos el panteón, algunos gorriones revoloteaban entre los cipreses, el silencio era total. Llegó el ataúd que depositaron en el suelo, mientras lo sujetaban con cuerdas para introducirlo en la fosa. Recordé los versos de Machado en su poema ¨En el entierro de un amigo” cuando dice: “Un golpe de un ataúd en tierra / es algo perfectamente serio”.
Depositaron el féretro en la tumba. Mientras tapaban la fosa, poco a poco los asistentes fueron saliendo. En la puerta del cementerio nos despedimos de su familia, les dije, que aunque nos viéramos poco, o no nos viéramos nunca seguiríamos siendo amigos. Uno de sus hijos dijo: siempre que vengamos iremos a verte.
El sepulturero salió del cementerio cerrando la puerta que chirrió con fuerza. Montaron en los coches y arrancaron. Desde las ventanillas nos dijeron adíos, era domingo y querían llegar a Madrid antes que la afluencia de coches taponara la entrada.
Nos quedamos un poco en el borde del camino, me acerqué a la puerta, miré por una de las cancelas, los pajarillos seguían allí, revoloteando entre los cipreses. Vino a mí el recuerdo de este poema, que había escrito hace ya muchos años.
CAMPOSANTO
La puerta,
junto al camino.
Sobre la puerta
una lámpara.
En la lámpara,
silencio.
Y en el silencio,
las tapias.
Entre las tapias,
cipreses,
y entre los cipreses,
lápidas.
Bajo las losas,
los huesos.
En el recuerdo,
perdidos,
encontraréis a las almas.
ACEÑA: Aureliano Aceña Vállez
Aceña a los dos años con su madre
Capítulo I
Nació en la calle del Santo número 4 de este su pueblo, Aldea del Rey 1867, y murió, en esta su casa en 1931, muy cerca de donde esto escribo. Fue único hijo de Don José Aceña Navarro, médico y fundador de la semana santa local. Nacido en Lorca, Murcia, y de Carmen Vallez, natural de Granátula de Calatrava, pueblo del que junto con Aldea, era médico su marido.
De su infancia sé poco. Contaba él, que siendo pequeño, hizo un viaje a Lorca, donde vivía la familia de su padre, y según él decía, sus primos no querían salir con él, porque si yendo con ellos, se cruzaba con un perro, enseguida buscaba piedras para tirárselas, cosa que avergonzaba a estos, y cuando llegaban a casa de sus tíos, decían: mamá, nosotros no volvemos a salir con Aureliano, va por ahí tirándole piedras a los perros, y a nosotros nos da vergüenza ir con él.
En aquella época, sus primos educados en una importante ciudad murciana, donde hacía ya muchos años que no se tiraban piedras a los perros, sentían vergüenza de Aureliano, que nacido y criado en un pueblo perdido en la gran llanura manchega, estaba acostumbrado como los otros chicos que con él convivían, a que una vez localizado un perro, si no había cerca alguna persona mayor que les pudiera regañar, se dedicaban a tirarle piedras, hasta que entre ladridos de miedo y dolor, el perro desaparecía. La postura que tomaron sus primos le hizo reflexionar a Aureliano, y cuando volvió al pueblo, nunca más se le ocurrió apedrear a ningún otro.
Huérfano de madre a los doce años, y de padre a los catorce. Su padre, viéndose enfermo de muerte, viajó a Lorca para encargarle a su familia la tutela de su hijo, junto con la administración de sus bienes. Aquel viaje fue el último que hizo. La muerte le sorprendió en Lorca el ocho de septiembre de mil ochocientos setenta y ocho, a los cincuenta y cuatro años de edad. Dejaba un hijo de catorce años, una casa grande, en la calle del Santo número 4 de Aldea, olivares en Granátula de Calatrava y tierras en Aldea dedicadas a distintos cultivos, que le permitieron vivir hasta el final de sus días, dedicado a ejercer en aquella época, la cómoda profesión de propietario.
A Aureliano lo mandaron a Madrid sus tutores, tal vez por el encargo que su padre les había dejado, de que estudiara Medicina. Cosa esta que hizo, quizá con no mucho aprovechamiento, él mismo confesaba, que frecuentaba más las casas de Doñas que la universidad .
Abandonó la Universidad a los dieciocho años sin terminar la carrera; y se casó con Elisea Benítez Acevedo; tía esta de mi madre, con la conviví hasta su muerte, cuando yo iba a cumplir dieciocho años. Mujer a la que tanto quise, de la que aprendí tanto, y de la que tan grato recuerdo conservo. A ella le debo mi afición a la lectura y a la poesía, actividades estas, a las que he dedicado una importante parte de mi vida, y a las que ahora, a punto de apagar la última vela, tanto debo y a las que tanto tiempo dedico.
De Aceña, apellido este por el que siempre fue conocido Aureliano, podemos decir, que aparte del cuidado de su hacienda, cosa esta a la que debió dedicar poco tiempo. Si lo dedicó a hacer aquellas cosas que más le atraían, la caza, la poesía festiva, y sobre todo fue un gran comunicador, y al mismo tiempo un gran amador, quizá fruto de su asidua concurrencia a las casas de Doñas, durante sus años de estudiante de medicina, en los cuatro años que estuvo en Madrid. Inteligente, observador y con un gran sentido del humor, sus dichos, ochenta años después de su muerte, son conocidos y traídos a cuento por la gente aldeana. Forman parte del saber popular del pueblo en que vivimos.
Supo distinguir perfectamente a los conocidos de los amigos, y solía decir: aquí conocidos somos muchos, amigos estamos bastantes menos.
De él se cuenta, que cuando iba de caza, como sus compañeros quisieran cazar en mano algunos barbechos, o simplemente, replegar las perdices de los barbechos al monte, se oponía siempre, ya que esto llevaba consigo el tener que andar por tierras de labor. Como entonces se labraban las tierras con yuntas de mulas, y los gañanes hacían los surcos entre cuarenta y cinco, y cincuenta centímetros de ancho, esto aparejaba, que si andabas pisando encima del lomo, que era la forma más cómoda de andar, y lo hacían pisando los lomos de uno en uno, resultaba molesto, porque había que echar los pasos muy cortos, y si echabas los pasos de dos en dos, también resultaba molesto, ya que los pasos tenían que ser el doble de grandes. El era bajito y grueso, lo que le suponía un gran esfuerzo andar de un forma, o de otra. Entonces, se dirigía a los otros cazadores diciendo: pero como vamos a ir por ahí, uno es poco y dos es mucho; tratando que sus compañeros se dieran cuenta del esfuerzo adicional, que esto suponía para todos.
En cierta ocasión y siendo costumbre entre los cazadores, irse durante la temporada de la caza del pájaro, a una finca dentro del término municipal, pero retirada del pueblo, acordaron irse aquel año, a Navalonguilla, finca que para aquellas fechas estaba muy retirada del pueblo. El viaje tenían que hacerlo en burro, y esto les llevaba alrededor de dos horas de camino.
No es que tuvieran que ir todos los días. La temporada del puesto, que así se llama a este tipo de caza, duraba dos meses, empezaba el diecisiete de enero, día de San Antón y terminaba el diecinueve de marzo, día de San José. Para una estancia tan prolongada necesitaban mandar a alguien con un carro o galera, el día antes de su llegada, que les llevara los catres, las colchonetas, las sábanas, las velas, el aceite, las patatas, y todo lo necesario para tan larga estancia.
No estaban allí los sesenta y tres día que duraba la temporada, solían bajar al pueblo, para cambiarse de ropa, reponer comida, traer la caza, o cualquier otro asunto que tuvieran que hacer en él y esto lo hacían una vez a la semana, procurando siempre no coincidir dos cazadores en el mismo día, para que la tertulia no decayera.
Aquel primer día de caza, cuando llegaron a la casa de Navalonguilla, encontraron que la explanada que había delante de la entrada a la casa, había sido utilizada por los trabajadores de la finca, para hacer sus necesidades y la decoración que estos habían dejado allí hizo, que algunos de los cazadores pensaran que lo mejor que podían hacer era volverse al pueblo, cosa esta que ya tenían decidido, cuando uno de ellos dijo:¿mirad, no sería mejor, que buscáramos a uno de estos trabajadores y si lo encontramos, pagándole un buen jornal, nos dejara esto limpio?.
Llevaban ya un mes haciendo proyectos sobre lo que iban a hacer, en estos dos meses de caza que les esperaban y en unos minutos, todo se le había venido abajo. Todos estuvieron de acuerdo con esta propuesta, y decidieron que el cazador que había hecho la propuesta, se acercara adonde estaba la majada de las cabras, a ver si había alguno dispuesto a ejecutar aquel trabajo.
Salió el cazador, que había tenido la idea dispuesto a ejecutarla, mientras los otros cazadores se quedaron al lado de sus burros sumidos en sus cavilaciones, ante la incertidumbre del resultado de la operación. Como éste tardara más de lo previsto, empezaron todos a pensar en la vuelta a casa, en el imprevisto final, que después de tantas ilusiones puestas se les venía encima. De pronto, uno de ellos, vio venir al cazador que había salido dispuesto a arreglar el entuerto acompañado de un muchacho de unos catorce o quince años. El zagal venía previsto de una espuerta y una pala, y dispuesto a solucionar el problema. La llegada fue apoteósica, y todo fueron saludos y atenciones para el muchacho, que pronto empezó a trabajar y a dejar aquello limpio, mientras los cazadores contentos observaban lo bien que estaba dejando el muchacho aquello, y lo rápido que lo hacía. Aceña, que también estaba observando lo bien que estaba quedando, al ver que el zagal se dejaba uno de los iconos más grandes que en la explanada había, dirigiéndose al zagal dijo: “eh, tú, mierdero” detrás de ti dejas una, de un tamaño considerable. El muchacho, al ver que la palabra mierdero iba dirigida a él, tiró la pala y abandonó la limpieza.
Todos salieron detrás del muchacho pidiéndole disculpas por la desafortunada intervención de Aceña, y tuvo que pasar un buen rato, para que el zagal, tras escuchar los argumentos y las disculpas de todos los cazadores, se decidiera a reemprender el trabajo que tan decididamente había abandonado.
Comieron los cazadores en la cocina, después que la explanada de la casa hubiera quedado limpia, sin que se hiciera un solo reproche a la intervención de Aceña y pronto se dirigieron a los puestos, que previamente habían sorteado. Provistos de su burro, su hocino para hacer el puesto, su escopeta, y su pájaro, emprendieron el camino para hacer su puesto de tarde. Volvieron al atardecer, y durante un rato, mientras hacía la cena y mientras cenaban, hablaron de las incidencias que cada uno había tenido en el puesto; pero una vez que cenaron, el tema era obligado: ¿por qué Aceña le había llamado al chico de la limpieza “mierdero”´? , a lo que Aceña, haciendo gala de su buen humor, contestó: todos hemos visto esta mañana cuando salíamos a Candelario, que iba recogiendo los cerdos por las casas del pueblo, para sacarlos al campo. Si a Candelario se le acerca un hombre, que no lo conozca y le dice: oiga usted guarrero, no creo que Candelario se enfadase. Si un hombre va vendiendo chorizos por la calle, una mujer sale a su puerta, y ésta quiere comprar chorizos, lo lógico será que esta mujer le diga, choricero, ya que si la mujer ha salido, es porque habrá oído al hombre ir diciendo: choricero barato, o algo parecido, y si vas a una bodega, la persona que allí está será el bodeguero, y si vas a una tienda, quien allí esté será el tendero, y así podíamos seguir hablando un largo rato. Aceptaron todos a regañadientes sus razones, y uno de ellos dijo: sí, pero podías haber suprimido el calificativo, y haberlo dejado sólo con el pronombre.
La verdad es que, con que le hubiera dicho: tú, muchacho, mira lo que dejas atrás, el muchacho habría seguido limpiando sin interrrupciones. Si esto hubiera sido así, cien años después, estos actos estarían olvidados, y el “tú, mierdero”, que se utiliza en el lenguaje coloquial y distendido, no existiría. Cuando jugando a las cartas en el casino, uno de los jugadores le dice a otro, que se retrasa en echar la carta que le corresponde, “tú, mierdero”, lo hace en recuerdo de las palabras con las que Aceña se dirigió al muchacho. Y si esto no fuera como es, estas palabras no formarían parte del lenguaje popular aldeano.
ACEÑA: Aureliano Aceña Vállez
Aceña con Elisea Benítez, su esposa
Capítulo II
Aceña ha sido conocido por lo cortas y precisas que eran sus semblanzas, por sus poemas festivos, por lo atinadas y rápidas que eran siempre sus respuestas.
No era un hombre de creencias. De él se cuenta que, si estando en el casino, alguien le preguntaba, bien porque estuvieran en fechas próximas a Semana Santa o cerca de la feria, a qué hermandad pertenecía, decía siempre: soy cuñao de San José, mi mujer es hermana suya. Y quien había hecho la pregunta, se marchaba con cara de desconcierto sin atreverse a pedir aclaración alguna. Si estando en el casino el día de San José, viera salir la gente al paso de la procesión, decía a los que con él estaban: ya viene por ahí mi cuñao.
Su mujer, que sí era creyente, contaba que, siendo pequeña, había leído en un misal que para recibir los sacramentos tenían que ir limpios de alma y cuerpo, y este consejo lo siguió de por vida. Como Aceña observara a su mujer, que siempre cuando iba a confesar se lavaba los pies, cierto día le dijo, Elisea, ¿es que cuando vais a confesar, está el sacristán en la puerta, y a la que no lleva los pies limpios, no la deja pasar? Elisea le contó lo que había leído en el misal y él, a renglón seguido, y moviendo la cabeza de arriba abajo, le hizo el siguiente pareado:
Para ser buena beata,
hay que lavarse las patas.
Cierta noche, una vez cerrado el casino, salimos a dar un paseo por las desiertas calles del pueblo, aprovechando que hacía una buena noche de verano y que al día siguiente ninguno teníamos que levantarnos a una hora determinada. Inocente Ciudad, Alberto Ciudad, Antonio Pinaglia, y quien esto escribe, íbamos comentando, quizá una encíclica de la iglesia, o simplemente unas declaraciones del Papa, con las que ninguno estábamos de acuerdo, y que considerábamos desafortunadas. Como llevábamos ya un buen rato hablando del tema, y sólo íbamos exponiendo argumentos, en contra siempre, Antonio Pinaglia, Inocente y yo. Me dirigí a Alberto, que apenas había hablado en toda la noche diciendo: Alberto di algo, necesitamos tu opinión, a lo que Alberto contestó: yo de la iglesia sólo digo lo que Aceña decía: para ser buena beata, hay que lavarse las patas. La carcajada que dimos fue de estruendo y, por un momento, temimos haber despertado a los vecinos, cosa ésta que afortunadamente no pasó.
Hay en la obra poética Aceña dos poemas referidos a la caza, en los que nos cuenta dos hechos reales, que le acaecieron relacionados con este tema. En el primero hace referencia a un burro, que él había criado en su casa, y que al asustarse lo derribó rompiéndole un brazo. En este poema nos narra su desgraciado accidente de una forma festiva, y cuando nos habla del peligro de montar en burro, y lo compara con la aviación, está hablando a finales del siglo diecinueve, fecha en que se escribieron estos versos. Entonces los viajes de avión se hacían en el mundo una o dos veces al año, y esto después de estar aireándolo la prensa durante varios meses. Pensaban siempre que el piloto tenía las mismas posibilidades de llegar a tierra vivo, o de estrellarse a su llegada.
El otro poema es más triste, habla de las despedidas. A él van llegando los achaques y alifafes de la vejez, siente que los años van mermando sus facultades. Tiene que decirle adiós a una de las aficiones a las que tanto tiempo ha dedicado a lo largo de su vida, y de la que tan gratos recuerdos guarda; lo invade la melancolía y su alma se llena de tristeza.
Dejo aquí estos dos poemas, que aparte de que quizá, ochenta años después de su muerte, sólo estén conservados en mi memoria, y por ello, están próximos a desaparecer. Entre estos dos poemas hay casi treinta años de distancia, y en ellos se nota la diferencia de ánimo que hay en él, al empezar a cazar y cuando ve la necesidad de decir adiós.
A un burro joven.
Compré un borriquillo
por poco dinero,
y lo fui criando,
con la mar de esmero.
Pasada su infancia,
lo mandé castrar,
y ahora de su sombra,
se suele espantar.
De ahí, que la otra tarde,
me diera un porrazo,
y me ha roto un hueso
del izquierdo brazo.
El dichoso burro,
pequeño y capón,
tiene más peligro…
que la aviación.
Despedida de un jaulero.
Como no me gustó andar,
porque siempre fui un maula,
preferí cazar con jaula,
otro modo de cazar.
En esta lid venatoria
de la que ahora me despido,
no me di la mejor maña,
por eso, en larga campaña,
no hay hechos para la historia,
y ya casi un cincuentón,
sordo, viejo y con catarro,
se impone a que este cacharro,
dé un adiós a la afición.
Así, que todo apenado,
llorando a moco tendido,
del cuchichí me despido,
por viejo y por averiado.
No sólo escribió estos dos poemas, referentes a la caza. Están las semblanzas de otros compañeros de caza en las que hace mención a esta faceta de sus vidas. Sin embargo, también hubo semblanzas que se dejaba sin hacer y ante la insistencia de los solicitantes no tuvo más remedio que hacerlas.
Había un cazador de los que pertenecían a la partida en la que él cazaba, que insistía mucho en que le hiciera una semblanza, y Aceña le decía: no te la hago, porque el retrato que de ti haga no te va a gustar, (retrato es sinónimo de semblanza).
Estando solos, sentados junto a una mesa en el casino, el carpintero, que éste era el oficio de la persona, que con tanta insistencia, reclamaba su semblanza, volvió a preguntarle por ella, a lo que Aceña contestó, después de mirarlo de arriba abajo, con este pareado, que si bien, como semblanza resultaba un poco corta, no necesitó ninguna ampliación, solamente una aclaración, una vez que Aceña le dijo: Me llamo Aureliano Aceña,/ y me acuesto con tu mujer, citando a continuación el nombre de la mujer del carpintero, a lo que éste contestó diciendo: pero eso no pega, y acto seguido, Aceña le hizo la siguiente aclaración: no pega pero es verdad. Después de esta aclaración no sé qué derroteros tomara el diálogo que ambos mantenían en el casino, aunque sí sé que siguieron cazando juntos, y que ninguno de los cazadores notó anormalidad alguna en el trato que éstos siguieron manteniendo.
Hay otra anécdota, de otra semblanza a la que Aceña puso ciertos reparos para hacerla, y es que había en el pueblo un estanquero apellidado Polo, y que igual que Aceña, era conocido por su apellido más que por su nombre. El estanquero, igual que el carpintero al que nos hemos referido, tenía también unas ganas locas de que Aceña le hiciera una semblanza, y siempre que encontraba una ocasión que le fuera propicia, le recordaba a éste la semblanza, a lo que Aceña siempre le respondía lo mismo, no quiero hacerte una semblanza, porque de ti, se puede decir mucho y muy malo; y el estanquero siempre respondía: viniendo de quien viene, nunca me enfadaré.
Un día, cuando ya Aceña tenía hecha la semblanza, se encontró con el estanquero al que se la dio para que la leyera; cosa que éste hizo, leyéndola despacio y repitiendo su lectura. Terminada ésta, el estanquero se dirigió a Aceña con estas palabras; esta semblanza me la has hecho a mí, pero éste no soy yo. Quedó Aceña un poco sorprendido ante la actitud del estanquero, y como viera venir por la calle a un hermano de éste, le dijo al estanquero, mira, por allí viene tu hermano, cuando llegue se la damos a leer y, sin decirle nada, le preguntamos a ver si conoce la persona a quien va dirigida, una vez que termine de leerla. Hicieron esto como habían acordado, y cuando el hermano del estanquero leyó la semblanza, dobló el papel y antes de que le preguntaran respondió: éste es mi hermano.
SEMBLANZA DE POLO (EL ESTANQUERO)
Serio, hablador, muy austero.
Jamás profesó amistad.
Y nunca dijo verdad,
éste solemne embustero.
Anda con mucho salero,
es en amor, inconstante,
mísero, y poco galante.
No se gasta una perrilla,
y a Dios pide una cerilla,
si se le pone delante.
He sentido siempre una gran admiración por Aceña en muchas de las facetas de su vida, por su afición a la lectura, por su afición al campo y a la caza, por su inteligencia, por su sentido del humor, por su pensamiento liberal y progresista, por su anticlericalismo razonado, por su afición a la poesía, y, sobre todo, por su clara, sencilla, fácil y amena forma de comunicarse a través de sus poemas.
Disponía de una colección de libros importante. Esto hizo que trasmitiera su afición a la lectura a su mujer, y que ésta, que tenía una gran memoria, adquiriera una serie de conocimientos sobre obras de teatro, poesía, y autores literarios, que si no hubiera sido por su marido, no lo hubiera podido hacer. Se tendría que haber resignado a leer en los devocionarios, o las vidas de santos, como tantas otras mujeres de su tiempo hicieron. Mantuvo ésta sus creencias religiosas, y fue católica practicante durante oda su vida, aunque encontró cosas en la iglesia, que ella nunca comprendió, como el afán que siempre ha tenido ésta por las misiones.
Ella siempre decía que no le aconsejaría a nadie que se cambiara de religión, porque si la persona a quien ella se dirigiera, cambiaba de religión, basándose en sus consejos, y luego se encontraba, con que al morir, la verdadera religión era la que había abandonado, a ella le era muy duro pensar que esta circunstancia pudiera darse y ella fuera la culpable de que esta persona se equivocara, en algo de tanta trascendencia.
ACEÑA: Aureliano Aceña Vállez
Fraile, familia de Elisea, con el mantenían correspondencia
Capítulo III
Tenía este matrimonio un pariente fraile en Santiago de Compostela, que estaba encargado por la orden a la que pertenecía de la lectura de los libros que entonces se publicaban, y sobre los que la iglesia ejercía su censura. Con este fraile se escribían con relativa frecuencia, y les recomendaba los libros que les pudieran resultar interesantes, y al mismo tiempo les informaba sobre los libros que la iglesia pensaba poner en el Índice, que era el registro de libros prohibidos por la iglesia y que esta castigaba con la pena de excomunión.
En cierta ocasión les recomendó el fraile, que compraran, a la mayor brevedad posible, la novela Los Miserables, de Víctor Hugo, porque muy pronto la iglesia iba a incluirla en el Índice, y no quiero que os la perdáis, les decía. Pidieron enseguida Los Miserables, obra ésta, que se extendió rápidamente por todo el mundo, y a los pocos días recibieron la obra por correo.
Cogió Aureliano la novela y se la entregó a su mujer diciéndole: toma, ha llegado la novela que pedimos, léela tú primero, que según decía éste (se refería al fraile) la van a excomulgar pronto, así que léela tú antes, que si la excomulgan, no te quedes sin leerla, yo la voy a leer después, a mí me da lo mismo, una excomunión más o una menos.
Escribió también otros relatos versificados como el que un día le hizo a Don Agustín Ciudad Zapata, médico que era entonces de este pueblo. Un día lluvioso que éste se quedó cazando entre unos juncos toda una mañana, esperando encontrar una cigüeñuela y después de estar mojándose, durante más de tres horas, llegó a la casa donde los otros cazadores esperaban en la cocina, sentados a la lumbre esperando su llegada; llegó éste muy contento mostrando su presa, y al mismo tiempo diciéndole que era una cigüeñuela, y que le había cortado la yugular, mientras les mostraba el cuello ensangrentado del animal. Algunos de los cazadores estimaron que no valía la pena haberse puesto como una sopa, para traer un bicho, que no tenía carne ninguna y que además, no se podía comer. Lo notó Aceña disgustado, por el poco aprecio que algunos de los cazadores habían hecho del esfuerzo, que él había realizado, por cobrar una pieza tan rara de encontrar en estas latitudes, y que él pensaba disecar, y guardar como recuerdo, por lo difícil de encontrar que era, y como recuerdo de aquel día de agua y frío, en que cazó aquel raro ejemplar.
En recuerdo de aquel trance, Aceña escribió estos versos.
Con la suavidad del guante,
y alegando mil razones,
caza por combinaciones,
que se forja en un instante.
Es más duro que el diamante,
y a cien mil medios apela,
para hallar la cigüeñuela,
y cortar la yugular.
A Pascual Romero, cazador y amigo personal, de su misma edad, también le dejó hecha su semblanza. Era Pascual Romero, oficial primero del Ayuntamiento de Aldea, hombre siempre dispuesto a ayudar a resolver problemas a quien lo buscara, sin ningún interés personal. Si en unas particiones en que no se pusieran de acuerdo los herederos lo llamaban, allí iba Pascual, y su palabra era siempre respetada por todos.
Si llegaban gitanos, enseguida lo buscaban, bien por si conocía a alguien al que le pudieran vender alguno de los animales que traían, o porqué les acompañara a casa de algún labrador, para que éste les dejara la casa de la era, y que en ella se pudieran refugiar de las frías noches del invierno la familia gitana con sus animales. Y esto era así, no porque lo moviera ningún interés personal, si no porque así era su forma de ser, su idiosincrasia. Con estos versos lo retrató Aceña, y de él también contaba haberle oído decir a un gitano durante un trato: Señor Pascual, suya es la burra, el dinero, y mi persona.
Serio, formal, retrechero,
sin grandes aspiraciones,
igual caza perdigones,
que habla con gitana gente,
es atero permanente,
Archivo de cordelillos,
se enfada, y a armar pelillos.
No tuvo Aceña aquí familia, su padre era de Lorca y su madre de Granátula, nunca oí en mi casa que se hablara de la familia de Granátula. Como él no tuvo hermanos, y, por supuesto, tampoco sobrinos, la familia que le podía quedar era ya en segundo grado y de ésta sólo tengo noticias de un primo hermano de su padre, coronel de caballería, que encargado por el ejército, venía todos los años a la feria de Almagro para comprar caballos, y siempre se pasaba por aquí, estaba unos días y se marchaba pronto. Los viajes entonces se hacían muy largos, y siempre en vehículos tirados por animales, o bien cabalgando sobre ellos.
Hubo también una mujer, que durante algún tiempo, vino en algunas ocasiones, y pasó aquí algunas temporadas, venía con una hija suya de unos catorce o quince años. Era viuda de un primo suyo, pero aquello no debió durar mucho, parece ser que la hija de esta señora mantuvo cierta relación sentimental con Ricardo Villalón, que era más o menos de su misma edad, y como un día Aceña observara al pasar al corral de su casa, que la muchacha hablaba con alguien, y él no veía a nadie que estuviera cerca de ella. Se dio cuenta que, mientras estaba hablando, permanecía un poco inclinada hacia adelante la muchacha, y pegada a la pared; esto le hizo pensar que estaría pelando la pava con Ricardo, ya que a la casa de Aceña la separaba una pared divisoria de la casa de los padres de Ricardo. Como más tarde pudo comprobar habían perforado la pared con una aguja de los corrales de las ovejas, y por allí hablaban. Debió de comentar Aceña esto con la madre de la muchacha, y ésta, preocupada, tal vez por los pocos años que ambos tenían, se marchó con su hija y no volvieron más a venir.
Por fundados motivos no caía bien en casa de la familia de su mujer Aureliano, principalmente por su gran afición a las mujeres. Esto hizo que se mantuvieran las distancias, sobre todo con su cuñado Feliciano Benítez, médico que era en Aldea y al que Aceña respetaba, sobre todo cuando Feliciano estaba presente.
Había muerto su suegra, y en una reunión que mantuvo la familia para repartir los bienes que su suegra había dejado al morir, Aceña, que iba acompañando a su esposa, y dijo al empezar la reunión, sin que hasta entonces hubiera hablado ninguno: yo lo único que quiero es que me den lo que me corresponda, si de una silla me corresponde un palillo que ese palillo me lo den. Contaba mi madre, que allí estaba, y que entonces tenía doce años, cómo vio a su tío Feliciano levantarse, acercarse a él, cogerlo de las solapas de la chaqueta, levantarlo, y decirle: tú aquí no tienes ni palillo ni silla. Se quedó Aceña blanco, sudando por todos los poros de su cuerpo, y disculpándose de forma continuada mientras duró la reunión.
Para mí era comprensible la postura de Feliciano, acababa de morir su madre, con la que había vivido toda su vida, y previsiblemente ésta le habría comentado en múltiples ocasiones las infidelidades que Aceña le hacía a su hermana, y al mismo tiempo recordaría las vejaciones y disgustos que con esto les hacía pasar a toda la familia, y esto provocó en él esta reacción perfectamente justificada.
Muerta Cirila Acevedo, que había sido última heredera del mayorazgo que fundara, El Comisario Del Santo Oficio, y Fundador de la ermita de San Sebastián, Don Manuel Muñoz y Cano, que esta familia heredó en el año mil setecientos treinta y ocho, fecha de la muerte del Inquisidor que lo fundó; y que en esta familia había ido pasando de generación en generación durante cerca de doscientos años. Llegó el momento, que por disposiciones legales, y en virtud de unas leyes más justas, desaparecieron los mayorazgos, y todos los hermanos eran declarados herederos a partes iguales, terminando así con la injusticia de que en determinadas familias, el hermano mayor era rico y los demás pobres.
Cuando murió Cirila Acevedo, su hija Teresa tenía treinta y ocho años y en su familia nadie pensaba ya que fuera a casarse, pero como el destino de las personas no está escrito, y si está escrito, sólo los dioses lo conocen, no está a la vista de los mortales. Un buen día, poco tiempo después de que su madre muriera, Teresa habló con su hermana Elisea y le dijo, que pensaba casarse. Le había escrito Don Pascasio Ruiz Almansa pidiéndole su mano y ella estaba dispuesta a aceptarlo.
Elisea les dijo a sus hermanos lo que Teresa a ella le había dicho. A todos les pareció un disparate la decisión que Teresa había tomado, y por todos los medios a su alcance, trataron de convencerla de que razonara su decisión y no se casara. Era Pascasio un hombre viudo, tenía un hijo, que era casi de la edad de Teresa y a ella le llevaba más de veinte años. Aunque fuera rico, a ninguno de sus hermanos le parecía bien que con ella se casara.
Tenía Pascasio en Aldea tierras, que había heredado de su primera mujer, Consuelo Prado, y aunque él vivía en Torralba de Calatrava, pueblo éste donde había nacido, y donde tenía dos casas en la plaza y un importante capital en tierras. Con frecuencia venía por aquí, tenía dos casas en el pueblo, y en algunas ocasiones venía para interesarse por la buena marcha de su hacienda. Ésta era la causa por la que en el pueblo era conocido, más por sus defectos que por sus virtudes, tenía fama de burro, mal educado y mentiroso.
De él contaba Aceña, que, estando una mañana acostado en su cama, oyó que alguien le preguntaba a otro que venía tirando de una yunta, a la hora de salir los gañanes al campo: ¿dónde estás ahora, que te veo con otra yunta? a lo que éste contestó: estoy aquí, con Don Pascasio.
El que venía por la acera que debía conocer bien a Pascasio exclamó ¡Ah, puñeta, los mejores caballos, siempre van a parar a las plazas de los toros! Desde su cama, Aceña había conocido al gañán que iba con la yunta, que, según contó él después, era Pavica y según dijo éste, había sido Pavica, el mejor gañán conocido en el pueblo durante toda su vida, desde que él se acordaba.
Como ya era viejo, no había tenido otro sitio donde colocarse, que en la casa de Don Pascasio Ruiz Almansa, más conocido en el pueblo por el “tío Nabo Rucio”. En aquella época, los caballos que salían a picar en las plazas de toros, iban sin peto, y en muchas ocasiones, en las plazas durante el transcurso de la lidia se quedaban sin caballos, porque los toros acababan con ellos antes que el festejo terminara. En general, esos caballos eran viejos y no valían ya para hacer otros trabajos, y aunque muy buenos hubieran sido, la gente se desprendía de ellos, ya que no estaba dispuesta a seguir dándoles de comer hasta su muerte. Los caballos, como los esclavos, aunque hubieran sido muy buenos, no tenían quien les costeara sus años inútiles.
Los consejos que Teresa recibió de su familia no cambiaron su decisión de casarse, y ésta le dijo a sus hermanos, que Pascasio iba a ir a pedir su mano, a entregarle la pulsera de pedida, y que le gustaría que en ese acto, estuvieran con ella.
Aceptaron éstos la petición que les hacía su hermana, y estuvieron todos acompañándola. Sabían sus hermanos que la decisión estaba tomada, y que ya nada se podía hacer para cambiarla.
En contra de la opinión de mi abuelo Primitivo, que era partidario de evitar tiranteces, ya que ellos nada podían hacer por impedirlo, estaba el pensamiento de su hermano Feliciano.
Pascasio, el día de la petición de mano fue recibido en la sala principal de la casa. Una vez que llegó acompañado de su hijo, y todos estuvieron sentados en la sala, tomó la palabra éste, para expresar el motivo de su visita. A continuación, habló Feliciano y lo hizo en estos términos: “si mi madre no hubiera muerto, usted nunca se habría casado con mi hermana, y lo va a hacer, porque nosotros no tenemos ningún medio legal a nuestro alcance para impedirlo. Por tanto, no nos queda otro remedio que aceptar los hechos, y esto es lo que vamos a hacer.¨
No dispongo de datos con los que poder narrar la boda de Pascasio y Teresa. Sé que hubo una gran ¨cencerrá¨, y siendo esta forma de manifestarse en aquella época, acompañamiento obligado en las bodas de todos los viudos y viudas, la información que de ésta tengo, es que ésta fue la ¨cencerrᨠmás grande, que en el pueblo se había dado, desde que la gente viva recordara.
Hago mención en este apresurado relato de Aureliano Aceña, tratando de reflejar en él el ambiente que lo rodeó, las personas que en torno a él vivieron y los hechos que de una u otra forma pudieron haber influido en su forma de ser, en la forma de manifestar su personalidad, a través de sus escritos, y de los testimonios, que de él guardo. Tal vez por haber nacido y vivido en la casa donde él nació y vivió, y por haber convivido desde mi nacimiento, hasta su muerte, durante dieciocho años, con Elisea Benítez Acevedo, tía de mi madre, tía nuestra, y tía también de todas y cada una de las personas que alguna relación mantuvieran con la casa, bien fueran, vecinos, trabajadores, sirvientes, o amigos, para todos siempre fue la tía Elisea, mientras vivió, y después de muerta. Esposa de Aureliano con el que convivió durante cuarenta y seis años, al que tanto valoró, tanto quiso, y, sobre todo, al que tantas infidelidades le perdonó a lo largo de su dilatada vida matrimonial.
ACEÑA: Aureliano Aceña Vállez
Feliciano Benítez Acevedo, hermano de Elisea,
al que Aceña miraba con respecto
Capítulo IV
De Pascasio se sabían muchas cosas que hacían referencia a su tacañería, a lo tosco y poco comunicativo que era, a lo poco que le gustaba hacer favores, y, sobre todo, a lo torpe, burro, mal educado y mentiroso que se manifestaba con los demás. Ya hemos hecho mención al episodio, que desde su cama oyó Aceña de aquel inteligente y desconocido aldeano, cuando a Pavica le preguntó, con quién estaba trabajando y éste exclamó: ¡Ah puñeta! todos los buenos caballos siempre van a morir a las plazas de los toros.
Había muerto el ¨Boticario¨, hombre conservador, alcalde que había sido de este pueblo, y que durante su mandato se puso el primer reloj de la plaza, el primer alumbrado publico, se intentó robar su farmacia, robo este, que evitó la inteligencia y el valor de su mujer, no el valor y la inteligencia suya. Autor de bandos, y otras actuaciones, que no vamos a relatar aquí, por no hacer este relato demasiado largo. Como ya hemos dicho anteriormente. Había muerto el Boticario, y durante el duelo, que en su casa se celebraba por éste, con el paso de las horas, se habían ido quedando cada vez menos gente. Era ya más de la media noche, sólo los parientes más cercanos y algunos amigos quedaban. Pascasio estaba allí, era sobrino político del difunto, no debía llevar mucho tiempo casado con su primera mujer, y en su afán de darse a conocer, y sobre todo de darse a conocer como hombre pudiente, no paraba de hablar de su casa, y de lo que allí había.
Llevaba ya largo rato hablando ante la indiferencia de los allí presentes, cuando Julián Acevedo, primo del difunto, había cerrado los ojos, tal vez queriendo hacer ver lo aburrido que le resultaba el monólogo que allí mantenía su sobrino político. Era la noche del día uno de noviembre, Día De Todos Los Santos, y alguno de los presentes comentó, la costumbre que había en los pueblos, de asar castañas aquella noche. Como a Pascasio le pusieran el aparejo tan a mano, entró al trapo diciendo: en mi casa, esta noche se asaban siempre, doce fanegas de bellotas y otras doce de castañas. Julián Acevedo, que permanecía con los ojos cerrados, los abrió un poco, y dijo: buen rescoldo habría en la cocina, volvió a cerrarlos y dejó a su sobrino político que continuara informando a los presentes, cómo se hacían las cosas en su casa.
Conocía Aureliano éstos y otros muchos episodios de la vida de Pascasio, y una vez que esté casó con Teresa, tuvo una información más fluida de la vida y milagros de su cuñado. Esto hizo que Pascasio, a partir de entonces, fuera fuente de inspiración habitual de Aureliano, y desde aquí pienso que no debió pasar mucho tiempo de de la boda de éste, cuando Aceña hace esta primera aproximación de Pascasio a la poesía como protagonista.
Semblanza de Pascasio Ruiz Almansa.
Alto, gordo, burro y sucio.
Y por sus años cancón.
Cocea por afición,
y atiende por Nabo Rucio.
De mentir, nunca se cansa,
y tan sólo su señora,
lo menciona a cada hora,
por Pascasio Ruiz Almansa.
Pronto tuvo ocasión, Pascasio junto con su esposa Teresa, de volver a ser protagonista de otro poema festivo de Aureliano. Habían vuelto de Auñón (Guadalajara) mis abuelos, pueblo en el que estaban ejerciendo como maestros, para pasar una de las vacaciones de verano en el pueblo, cosa ésta que hicieron siempre durante los veinte años que allí estuvieron, acompañados de sus siete hijos. Quiso Teresa que uno de sus sobrinos fuese a Torralba de Calatrava a pasar una temporada con ellos, y así se lo dijo Teresa a mi abuelo Primitivo. Aceptó éste, y el sobrino para pasar una temporada con sus tíos fue Ricardo, muchacho de diecisiete o dieciocho años, alto, elegante bien parecido y buena persona, que a Teresa le pareció de maravilla como embajador de su familia ante conocidos, amigos y familia de su marido.
Poco tiempo duró Ricardo en Torralba. Tres o cuatro días después vieron llegar a Ricardo a la casa familiar de la Plaza del Comisario, más conocida hoy como Plazuela, residencia ésta, que seguía siendo la casa de la misma familia desde principios del siglo dieciocho. A los que allí estaban les causó extrañeza ver venir a Ricardo tan pronto, y le preguntaron a éste, ¿por qué se había venido tan pronto, si se había ido para una larga temporada?, a lo que éste contestó: que esto había sido así, porque le daba vergüenza estar allí. Están siempre diciéndose lo mucho que se quieren, piropeándose, y a mí me da vergüenza. Ayer llegó él con algo envuelto en un papel de estraza, y diciendo: ¿a que no sabes qué es esto? mientras alzaba en su mano derecha el dichoso papel, y lo repetía una y otra vez, mientras ella, no dejaba de reirse. Y cuando abrió el papel, lo que tenía era una sardina de cuba. Así que pensé en aquel mismo momento, en el primer coche de línea que salga para Ciudad Real, me voy al pueblo.
Alguien debió de contar a Aureliano la vuelta de Ricardo al pueblo, y el mensaje que éste había traído. Informado Aureliano, probablemente por su esposa, escribió los versos que a continuación escribo.
Nabo, que adora a Teresa,
y en obsequiarla se afana,
le llevó, la otra mañana
una muy grata sorpresa.
Envuelta en tosco papel
y exhibiéndola en su diestra.
Con mimo y tono de fiesta,
decía el marido aquél.
¿Qué tengo, qué traigo aquí?,
¿para quién es esto? Prenda.
Que tu intención lo comprenda,
pues lo traigo para ti.
Párate pues a pensar,
y si tu mente adivina,
con esta rica sardina,
regala tu paladar.
No utilizó Aceña poemas largos para hacernos llegar sus mensajes, utilizó siempre, un mensaje, corto y preciso. Si miramos una a una sus composiciones poéticas, en ninguna de ellas encontramos un verso que sobre. Y si miramos sus versos, uno a uno también, no encontramos en ellos una sola palabra innecesaria. Sus versos, sus poemas, son siempre claros, aquilatados, precisos. En ellos nada sobra, son determinantes. Su forma de escribir es clara, sencilla, y elegante.
He pensado siempre que Aceña había escrito muy poco o al menos, que muy poco, nos había dejado ver. Hoy pienso que probablemente escribiera más de lo que conocemos, aunque no mucho más. Era un hombre que no había tenido obligaciones, no se había sentido nunca obligado con nada, no tuvo hijos, ejerció la profesión de propietario, que era una cómoda forma de vivir, y tengo fundadas razones para pensar que sólo escribió, cuando su olfato de fino humorista le hacía ver, que en algunos hechos de la vida cotidiana, se daban las condiciones necesarias para escribir algo que verdaderamente fuera digno de dejar constancia de ello.
Muerta Cirila Acevedo, Elisea trató de juntar en la casa de la calle del Santo, o bien en la casa de la plaza del Comisario a su marido y a su hermano, pero ni Feliciano estaba dispuesto a dejar su casa, ni Aureliano la suya. Fue para Elisea imposible juntar a los dos, ni cedió uno, ni cedió el otro. Vano intento el de Elisea queriendo juntar a los dos, esto era imposible. Yo nunca pude imaginar que ambos cuñados, a diario, se sentaran a comer en la misma mesa.
Ante la imposibilidad de llevar a cabo tan disparatado proyecto, renunció Elisea a llevarlo a cabo, y optó por hacer la comida en su casa de la calle del Santo y mandársela con la criada a su hermano. Iba Elisea todas las tardes a ver a su hermano, y como sabía lo que a su hermano le gustaban los dulces, siempre le llevaba un flan, unas natillas, una tarta de bizcocho, o cualquier otro dulce que se le antojara.
Aureliano veía a su mujer todos los días hacerle las confituras a su hermano, y si ella no lo veía al salir, lo buscaba por la casa, y le decía, voy a mi casa a llevarle estas natillas a mi hermano, tardaré un rato. Ya sabía Aureliano que su mujer iba a estar un rato con su hermano y tardaría en volver. Si por cualquier circunstancia, su hermano no estaba, por haber salido a hacer una visita a un enfermo, o por cualquier otra causa, ella esperaría la llegada de éste, y no volvería a su casa hasta que no hubiera estado un buen rato hablando con él, costumbre ésta, que mantuvo hasta la muerte de Feliciano.
Aunque nunca lo dijera y tratara de disimularlo, dada la rivalidad que entre ellos había, a Aureliano no le debían gustar mucho las atenciones que Elisea le tenía a su hermano, y tal vez por eso escribiera estos versos, que a continuación transcribo.
En un cazo espachurrado,
a diario mi costilla,
para un médico chiflado,
hace la dulce natilla.
Estando un día, después de haber cazado toda la mañana por la Solana de los Santos, la Umbría de los Pocicos y las Hoyas de Virgues, fuimos a comer a la casa de la Colmenilla, donde había una cocina grande, y un montón de leña seca, guardada en el pajar de la casa, para que en los días como aquél, que hacía frío y estaba lloviendo, poder evitar en la cocina la presencia del humo. Caía una fina llovizna que nos había mojado un poco, y el agua que sobre nuestras ropas había caído, desapareció cuando empezaron a arder las primeras jaras. Pronto, en el fogón de la cocina, tuvimos brasas, y leña seca ardiendo, que hizo llegar a todos los rincones el entrañable calor de la lumbre.
Hicimos la comida, y pronto estuvimos comiendo, un poco retirados de las llamas, sentados alrededor del caldero. Comimos bien, aunque sin excesos, retiramos el caldero, recogimos las trébedes, barrimos la cocina, y colocamos los taburetes alrededor del fuego; un poco retirados de la lumbre. Ya no quedaban llamas, pero había un buen montón de brasas en el fogón y esto hacía que formáramos un amplio cerco, alrededor de las brasas.
Después de la comida y una vez comentados los trances más importantes de la mañana, seguimos hablando. Encaminamos los comentarios por otros derroteros. Como en otras ocasiones, Carlos Ciudad, que junto con sus hijos, su sobrino Benito Viso, el guarda y quien esto escribe, éramos los integrantes de aquella sobremesa. Sacó Carlos a colación la figura de Aceña, y poniendo mucho énfasis en sus palabras recitó los siguientes versos.
En el cielo manda Dios.
En el monte, los gitanos.
Y en la casa de mi suegra,
la Tenienta y Feliciano.
ACEÑA: Aureliano Aceña Vállez
Primitivo Benítez Acevedo, mi abuelo
Capítulo V
Cuando Carlos terminó de recitar estos versos, me preguntó, con cierta sonrisa, si los conocía. Le dije que no los había oído nunca, lo que sí sé es que la Tenienta era la esposa de un guardia civil, que a lo largo de su vida activa, había pasado por casi todos los grados del escalafón, de simple guardia a coronel, y que ésta fue amante de Feliciano desde muy joven, hasta poco antes de la muerte de éste. Ten en cuenta Carlos, le dije, que la Tenienta era prima en segundo grado tuya, a lo que Carlos, con toda rapidez contestó: y de tu padre.
Efectivamente, la Tenienta era nieta de Rafael Prado, que a la vez era también abuelo de Carlos y de mi padre, y, por tanto, prima en segundo de los dos. Has pensado ir por lana, y estabas metido hasta las orejas, le dije.
Tenía Aceña incomprensibles rarezas. Cuando iba a salir del casino, esperaba a que otro saliera y con el bastón sujetaba la puerta para salir, sin tener que tocar la puerta con la mano. Esto hacía que alguna noche, cuando veía, que en el casino quedaba poca gente, se pusiera cerca de la puerta, y que allí, esperara la salida de alguno, para con el bastón, sujetar la puerta, y así salir sin tener que tocarla. Le proporcionaba esto algunos disgustos, había veces que cansado de estar en el casino, y como quisiera salir, se ponía cerca de la puerta esperando que alguien saliera. Si los que allí estaban, se daban cuenta de que Aceña quería salir, se quedaban quietos en sus sillas, y allí esperaban hasta verlo ponerse nervioso.
Una mañana de verano, al llegar a su casa, oyó desde dentro de la sala, una voz que le decía: ¡Hermano!, miró hacía dentro y vio a Pisillo, hijo éste de una prima de su mujer, que debía tener nueve o diez años, sentado en una de sus mecedoras, con el sombrero de Aceña puesto que le tapaba hasta la boca, y con su bastón entre las piernas. Cuando Aceña, en la penumbra de la sala, logró ver a Pisillo le dijo: pariente, para ti. En aquel momento acababa de darle su sombrero y su bastón a Pisillo. Aceña nunca hubiera vuelto a coger el sombrero y el bastón aquél. Lo que nunca comprendí, es que no le diera también la mecedora.
El padre de Pisillo era Pis, y éste era el barbero que todos los días iba a afeitar a Aureliano a su casa. Hacía ya muchos años que Aureliano se había quedado huérfano, que se había casado con la hija mayor de la mayorazga, y que Aureliano había sido protagonista de los hechos que a través de estas páginas venimos conociendo.
Pasaban los años, y la vida iba dejando la huella del tiempo sobre ellos. El barbero le había contado a Aceña aquella mañana lo mal que estaba, las molestias que sentía, las malas noches que pasaba, la tristeza que lo invadía, y los malos augurios que, durante sus largas y tristes horas de insomnio, ocupaban su mente. Aceña había seguido interesado el relato que el barbero le había hecho de su estado de ánimo y de su enfermedad. El pronóstico que Aceña hizo basado en los conocimientos que de su enfermedad tuviera, no debieron dejar muy tranquilo al barbero. Las palabras, que mientras lo estaba afeitándolo, le dijo a Aureliano, nos hacen pensar que éste no le había dejado abiertas las puertas a la esperanza y así le contestó: “ahora, si supiera el día que va a ser el que me tenga que ir, no creas que me iba a ir solo”. Oyó Aureliano las palabras del barbero mientras éste paseaba su navaja de uno a otro lado de su cara y cuello.
Haciendo de tripas corazón, aguantó hasta que el barbero terminara y recogiera sus bártulos, y cuando terminó, le dijo: “pariente, mañana no vengas a afeitarme, en lo sucesivo me voy a afeitar solo”.
Pocos meses después moría el barbero, era más o menos de su edad, y la muerte de éste afectó a Aureliano. A partir de entonces decía siempre que una persona de su edad muriera, la vida de los humanos son sesenta años, a partir de aquí, ya le vamos tirando a la propina. Hacía varios años que no cazaba, iba perdiendo oído, cosa que le obligó a dejar de cazar con pájaro. Por la noche volvía pronto del casino.
Un día le dijo a su mujer, Elisea, he visto a don Laureano el notario, que iba con el Tío Gordo, y le he dicho que cuando venga al pueblo otra vez, se pase por casa, que vamos a hacer testamento. Tú, me dejas lo tuyo en usufructo, y yo te dejo lo mío en propiedad. Yo no tengo familia cercana, así que te lo dejo a ti, y haces con ello lo que quieras. ¿Y Manrique? preguntó Elisea. Manrique es mucho mayor que yo, serían sus hijas las herederas, y el parentesco iba a resultar muy largo.
Le llegó la noticia a través de su mujer, que a su cuñado Pascasio, la noche anterior, que había cenado abundantemente, ensalada real, pisto, carne de cerdo, pepinos, melón, sandía, y con todo esto, dado lo glotón que era, le había dado un cólico, que se pasó toda la noche echando por la boca, y por donde la espalda pierde su nombre. Estaba deshidratado, le estaban poniendo suero, y no sabían como aquello fuera a acabar, dado que la deshidratación había sido grande. Era un hombre de más de setenta años, y, si se le complicaba con otras cosas que le pudieran llegar, sería difícil que lo pudiera superar.
Pascasio superó su cólico, su fuerte naturaleza, y sus ganas de vivir hicieron que pronto estuviera mejor, y recuperado en pocos días. Tal vez por eso Aceña le dedicó estos versos, cambiándole el nombre por su sobrenombre completo. Cosa ésta que siempre hacía, cuando a Pascasio le hacía interpretar como protagonista, al personaje central de uno de sus poemas festivos.
Al tío Nabo Rucio,
le dio un colicucio.
Echaba ensalada,
carne digerida,
pepinos, cebollas,
pimientos, sandías,
melones y tomates,
y otras porquerías.
A su cuñada Teresa también la tuvo en cuenta para hacerla protagonista de alguna de sus composiciones poéticas.
En cierta época de su vida, cogió Teresa la costumbre de ponerse la ropa, que en su casa de Torralba, había de Consuelo, esposa en primeras nupcias de su marido, y que llevaba ya muerta muchos años. Con los cinco versos que a continuación transcribo dejó Aureliano constancia de aquellos hechos, que tan mal cayeron en la familia de su mujer.
Marrana jodía,
vestir de pingajos
siempre fue tu anhelo,
y ahora vas vestida
de rancia Consuelo.
A pesar de estos versos, el sentido festivo de la vida, que siempre había sentido, se iba diluyendo en él. En la tertulia del casino comentaba con los otros contertulios, que cuando llegara a la otra vida, su padre le preguntaría: ¿qué has hecho con el capital que te dejé?, a lo que tendría que contestar, se lo he dejado a los sobrinos de mi mujer, y no sé qué cara pondrá mi padre, decía. No se lo dejó a los sobrinos de su mujer, se lo dejó a su mujer, tal vez tratando de compensar con ello, los disgustos que con sus infidelidades le había hecho pasar a lo largo de su vida matrimonial. Su mujer no le pidió que le dejara nada, y nunca se lo hubiera pedido.
Se le iban haciendo los días cada vez más largos, cada vez sus salidas de la casa eran más cortas. Cada vez se mostraba más expectante a la llegada de la muerte, a la visita de la vieja dama, y esto le hacía mostrarse preocupado e inquieto. El paso del tiempo le hacía sentir cada vez más las limitaciones que éste le imponía, poco me queda por hacer pensaba, y le invadía la melancolía, hablaba menos, y su mirada fue haciéndose más triste.
Empezó a sentir molestias en el aparato digestivo, a sentir dolores en el vientre, y esto le hizo que, por consejo de su médico de cabecera, fuera a un especialista en Ciudad Real. Tras varias pruebas que le hicieron, el especialista le diagnosticó cáncer de recto. Había hablado hablado Aureliano antes con el médico, y le pidió que le dijera con toda claridad cuál era su enfermedad, ya que él esperaba lo peor, y así se lo dijo éste, con toda claridad.
De la duda pasó a la certeza, pasó de pensar que podía tener cáncer, a saber que tenía cáncer, y esto era un gran paso. En aquella época, el cáncer era una enfermedad mortal de necesidad, ya no podía esperar ningún remedio. Su enfermedad fue prolongada, triste y dolorosa. Dejó de salir, tuvo tiempo de mirar hacía atrás, y en su andada senda pudo ver las heridas que a su paso había hecho a la persona, que durante las dolorosas e interminables noches, que duró su enfermedad, veía sentada en una mecedora al lado de su cama, esperando cualquier movimiento que él hiciera, para levantarse, acercarse a él y ayudarle a resolver cualquier problema, que en ese momento le afectara.
Esperaba la llegada de “La Vieja Dama” triste, desasosegado, inquieto, tratando por todos los medios a su alcance de hacer ver a su mujer el agradecimiento que hacía ella sentía, por todas y cada una de las cosas que ésta le hiciera.
Durante su enfermedad, sintió una gran alegría con la caída de la monarquía y con la llegada de la república. Siempre tuvo una mentalidad progresista, y esto le hizo pasar unos días mejor. Para él esto fue una terapia que le hizo encontrarse bien durante unos días. Pero el cáncer seguía su camino, volvió a seguir perdiendo fuerzas, y sobre todo, ganas de vivir, hablaba poco, y desde cerca sentía ya, la larga y prolongada llamada de la muerte.
Su mujer estaba muy preocupada, había estado el cura a hacerle una visita, y él no le había pedido los sacramentos. Se cerraban todas las puertas, tampoco ella se atrevía a recomendarle que lo hiciera.
La mañana del trece de junio de mil novecientos treinta y uno, se durmió, y estuvo dormido hasta casi las cinco de la tarde. Al despertar, quiso su mujer que tomara algo, no puedo, le dijo. Después de permanecer un rato despierto, dijo: Elisea, reza, por si hay algo.
Nunca he pensado que Aureliano pidiera oraciones para él. He pensado siempre, que lo que Aureliano buscaba aquella tarde, era tranquilizar a su mujer, y que ella pensara, que gracias a sus oraciones, su marido estaría disfrutando de la presencia de Dios; y que esta creencia la mantuviera hasta su muerte.
Al atardecer, volvió a dormirse Aureliano, ya no volvió a despertar, expiró el día siguiente catorce de junio de mil novecientos treinta y uno, y su viuda siguió rezándole, todos los días de su vida durante los veinticinco años que le sobrevivió.
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